Hace días soñé con un platillo famoso de mi pueblo. Lo elaboraba un matrimonio que también vendía el «menudo», un caldo elaborado con las diferentes partes del rumen de la res… ¡Una delicia! Pues bien, el plato en cuestión era el «caldo michi», una sopa de pescado hecha con verduras y bagre de río (Ictalurus dugesii). El nombre se debe a que en náhuatl pescado es michi (pescado = michin); asimismo, el nombre nahua de Michoacán significa ‘lugar de pescados’.
El caso es que, en mi infancia, el río Lerma llevaba agua muy limpia y en él habitaba este pez, el cual era cosechado en este lugar y de allí y directo a la cazuela. Era una delicia. Ya en la escuela secundaria, en la ciudad de La Piedad, frecuentemente nos escapábamos del «recreo» por una barda perimetral para ir al local de Don Pez a almorzar un rico caldo michi.
Pues bien, en mi sueño, yo preparaba la deliciosa sopa que le encantaba a mi familia. Ese día me puse a buscar la receta en internet y en las redes sociales, encontrando variedad de opciones en cuanto a ingredientes, incluso citaban algunos que yo no recordaba en absoluto. Ninguna se parecía a la que elaboraban en mi pueblo.
Por WhatsApp les pregunté a mis hermanos y todos fuimos, más o menos, reconstruyendo nuestra propia receta. Entonces, al día siguiente, me fui al mercado a comprar los ingredientes para experimentar: verduras, incluyendo tomatillo de milpa, chayote, papa, zanahoria, calabaza, cebolla, ajo, chile ancho, orégano, chile chipotle, manteca de cerdo, una cabeza de carpa y, desde luego, el pescado que no encontré, pues el bagre de río está a punto de desaparecer del río Lerma.
En su lugar, me tuve que conformar con bagre de mar, otra especie parecida, aunque de estero (Ariopsis platypogon) que, si bien le da un sabor un poco parecido, nunca iguala al sabor de mis recuerdos. Elaboré mi primer intento y, de verdad, me quedó un caldo muy rico, sin embargo, aún lejano de lo que comía en mi infancia. A mi familia le gustó mucho, pero yo sigo con la idea de recuperar el sabor perdido; siento una enorme necesidad de regresar al lugar donde alguna vez fui feliz.
Me fui a la biblioteca y busqué algo para leer mientras meditaba acerca de esa «pulsión» de buscar esos sabores, esos recuerdos, como una especie de asidero personal: El caldo michi es tan solo uno de esos recuerdos que me interesa recuperar. Ya frente a los libreros, buscando alguno que me guiñara el ojo, me encontré con un pequeño libro que tenía unos meses esperando su momento y ¡Zas!, llegó mi sorpresa en todos sentidos.
Los misterios de la taberna Kamogawa (Salamandra, 2023) es una novela de Hisashi Kashiwai, y es el primer caso de una serie de ocho libros de unos detectives, pero de la cocina. Justo lo que necesitaba. Este libro trata de una agencia de investigadores gastronómicos formada por un padre (Nagare), una hija (Koishi), un gato (Hirune), una madre muerta y una escondida taberna en Kioto (Kamogawa). Un lugar humilde, sin rótulo en la puerta, sin llamar la atención, sin que nadie sepa que allí se encuentra uno de los mejores y más cosmopolitas cocineros de la ciudad. Dicen que los verdaderos paraísos siempre están en esos lugares sin nombre, como en esta historia, donde los comensales llegan guiados por un sencillo anuncio de periódico que dice: “Taberna Kamogawa, agencia de investigadores gastronómicos”.
¿Desea usted recuperar el plato de su infancia? ¿Siente la necesidad de recuperar un sabor olvidado, preparado por quienes ya no están? En este mundo de globalización de lo que comemos (terminaremos todos comiendo lo mismo), esos recuerdos nos remontan «al lugar donde alguna vez fuimos felices». El libro se basa en la gastronomía tradicional japonesa, pero perfectamente podría llamarse «Los misterios de la cocina la Lupita» o «Fonda la divorciada».
En nuestro país la comida juega un papel determinante en lo que somos, más allá de los aspectos de alimentación, pues la influencia indígena no solo aportó diversidad de colores, sabores, ingredientes y nombres, sino que también nos legó una relación muy compleja con la cocina. Arreglamos negocios, proponemos matrimonio, amarramos compadrazgos, conseguimos empleo, miramos y componemos el mundo frente a un plato de comida, por sencillo que parezca. En muchos países, sobre todo del llamado «primer mundo», aunque no exclusivamente, la gente come porque debe, para no morir. Nosotros comemos para existir; en eso nos parecemos a los pueblos asiáticos.
De manera que Los misterios de la taberna Kamogawa seguro nos tocará el alma. El sabor, el aroma y la esencia de un plato es una combinación de ingredientes, pero más allá, es una serie de procesos físicos y químicos que se producen en los sartenes y que dependen no solo de los ingredientes, sino del orden de participación, de sus procesos previos, su origen, su madurez y el trato que el cocinero o la cocinera les da. Por ello, es casi imposible repetir un plato, una receta. Se puede parecer a lo que hacía mi padre, pero ya es distinto.
Mi padre solía decir que al cocinar estamos entregando una parte de lo que somos a nuestros invitados. Él odiaba la comida estandarizada. Las recetas, decía, son solo una guía; nosotros tenemos el deber de poner nuestro espacio y nuestra persona en cada ingrediente y el comensal debe apreciar nuestra entrega. A él le fascinaba que los invitados quisieran repetir o pedir la receta. Era el indicio de que había logrado entregar lo que buscaba. Seguro este libro le hubiera encantado.
Yo quisiera tener unos detectives como esos, seguro reconstruirían el Tata Juan o un arroz caldoso (guisado, decíamos) como el que nos cocinaba mi madre.
Horacio Cano Camacho, Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología y Jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.