Imparables. Diario de cómo conquistamos la tierra

Escrito por Horacio Cano Camacho

Si nos comparamos con otros animales, en particular con otros mamíferos, nos daremos cuenta de que somos, como individuos, muy débiles. No tenemos grandes dotes para la lucha, somos frágiles, nuestros colmillos parecen más vestigiales y las uñas, más que garras, son artilugios para rascarnos.

A menos que seamos campeones olímpicos, no somos muy rápidos, no más que los grandes felinos cazadores o los ciervos que podrían ser parte de nuestro alimento, nuestro olfato y vista son estándar entre los mamíferos y ni siquiera somos buenos rastreadores, a menos que se nos entrene durante largos periodos.

En realidad nuestra especie, Homo sapiens, no es única y tampoco la más exitosa. Contra lo que pensamos la mayoría, y que se encuentra en el sustrato de casi toda religión, nuestra especie es muy reciente, apenas unos miles de años, lo que nos convierten en una rayita en una línea evolutiva que ocupa alrededor de 4000 millones de años desde el origen de la vida en este planeta.

Los humanos, como somos ahora, apenas sumamos alrededor de 200 000 años, una línea apenas perceptible al final del trazo de cambios perennes que es la evolución. Los excesivos 8000 millones de seres humanos de todo el planeta, palidecemos ante la vastedad de millones y millones de seres microscópicos —y casi desconocidos— que habitan un campo, nuestro tracto digestivo, la piel, el tracto genital o un charco.

Somos apenas diversos, y ese término no es cualquier palabra: la diversidad es el secreto de la evolución; su principal fuente de cambio y su garantía de sobrevivencia. Ahora sabemos que nuestra especie es la única sobreviviente de un grupo muy poco diverso de unas cuantas especies del género Homo sp. que no pasan de contarse con los dedos de las manos. Comparado con la diversidad de insectos o de orquídeas o de casi cualquier otro grupo, no somos nada.

Para acabarla de amolar, un perro, un león o cualquier otro mamífero, rápidamente se hacen independientes: a los dos o tres meses ya pueden valerse por sí mismos, incluso antes. Nosotros, por el contrario, tenemos una infancia muy prolongada… de años.

Entonces, ¿en dónde radica nuestra fuerza?, ¿cómo hemos formado el grupo dominante en el planeta, con capacidad para alterarlo, modificarlo a voluntad o imponernos sobre todas las demás especies, incluyendo a los más pequeños y contagiosos?

Hay varios elementos para el éxito de nuestra especie. Seis genes nos distinguen de otros homínidos: uno que incrementó la superficie cerebral, armando las circunvoluciones que caracterizan a los sesos; otro gen nos posibilitó el uso de una formidable herramienta portátil: sí, el pulgar oponible de la mano; otro cambio se operó en el genoma que modificó ligeramente la cadera, empujando nuevas ligaduras de los músculos que requerían una nueva posición que, a base de fisioterapia primigenia, nos condujo a caminar erguidos; otro cambio condujo a expandir las cuerdas vocales incrementando la diversidad de sonidos emitidos y la combinación casi infinita de estos, al menos comparado con los sonidos emitidos por otras especies; otro cambio nos dotó de la posibilidad de degradar los azúcares de leches distintas a la nuestra —al fin somos mamíferos, no lo olvidemos— lo que nos dio una fuente inesperada de energía.

Finalmente, otra mutación le dio sentido a todas las anteriores: tenemos un cerebro más desarrollado que otras especies, capaz de realizar nuevas conexiones neuronales, antes imposibles. Ese nuevo cerebro «imaginó» herramientas que suplieran nuestras limitaciones físicas y se encontró con manos capaces de adquirir ese papel; liberar las manos tiene sentido si se independizan del andar, de tal manera que aquellos monos capaces de caminar erguidos por culpa de un muy doloroso defecto físico, pronto le encontraron ocupación, a la manera de Niccolò Paganini y su defecto dactilar que lo llevó a lograr posiciones increíbles sobre las cuerdas del violín, y que seguro le permitió «olvidar» por un rato los terribles dolores de su condición genética.

Pero todo esto no tiene sentido si no podemos comunicar nuestras nuevas y valiosas experiencias. La sofisticación del sonido generó un lenguaje preciso para comunicar lo aprendido, y como lo aprendido era cada vez más complejo, el lenguaje fue haciéndose más sofisticado para representar todo lo que íbamos inventando. Comunicar lo aprendido requiere nexos, más allá de los biológicos, de manera que un cerebro capaz de imaginar y construir lo inexistente generó la cultura. Tal vez ser una especie social, con una gran capacidad para comunicarnos, aprender, enseñar, sea el verdadero superpoder de esta especie.

Precisamente, todo esto forma parte del nuevo libro de Yuval Noah Harari, autor del exitoso Sapiens, de animales a dioses, ahora en un formato y con un diseño espectacular, pensado para los lectores más jóvenes. Desde la sabana de África hasta los casquetes polares de Groenlandia, los humanos dominamos el planeta Tierra, pero ¿Cómo lo hemos logrado? Los leones son más fuertes que nosotros, los delfines nadan mejor, ¡y no tenemos alas! A través de este apasionante viaje de millones de años, descubrirás cuál es este superpoder que nos hace imparables.

¿Quién dijo que la historia de la humanidad era aburrida? Enanos, serpientes gigantes, el Espíritu del Gran León, el dedo de una niña que vivió hace 50 000 años... Imparables. Diario de cómo conquistamos la Tierra (Penguin Random House, España, 2022), nos invita a un viaje de aventuras y de descubrimientos. Nos propone acercarnos a los misterios del origen de la humanidad y adentrarnos en una aventura épica y real: la nuestra, la de todos los humanos.

Un excelente libro para todos, en particular para jóvenes y niños. Un buen regalo que nos invita a meditar acerca de la historia de una especie.

 

Horacio Cano Camacho, Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología y Jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

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