Con frecuencia en esta sección recomendamos libros que no son de ciencia o de divulgación de la ciencia en un sentido estricto. Se trata de libros que, de alguna manera, nos sirven para estimular nuestro interés en diversos temas que pueden mirarse a través del filtro de la ciencia, o plantean preguntas o reflexiones que si las investigamos con más cuidado y medios, consiguen configurar una manera para acercarnos al conocimiento científico de forma más lúdica.
El libro de hoy es una novela policíaca, situada además en una época «protocientífica», en donde convivían y se mezclaban visiones místicas, creencias y mitos, con la búsqueda de respuestas verdaderamente científicas.
Se trata de Casanova y la mujer sin rostro, del autor francés Olivier Barde-Cabuçon (Siruela, 2014). Olivier Barde creó un personaje muy interesante: el caballero Volnay, comisario de las muertes extrañas en la ciudad de París, cargo cuya función era la de investigar los crímenes que no tenían una respuesta fácil o evidente y que requerían de la aplicación de capacidades investigativas sólidas.
La historia se sitúa en los años del reinado de Luis XV (1715-1774), momento de franca decadencia de la monarquía, caracterizado por un desinterés del rey por la política y la acumulación de guerras, despilfarros y una conducta muy licenciosa de la nobleza, comenzando por el monarca mismo que creó las condiciones para la Revolución francesa. En este contexto, surge un movimiento fundamental en la historia de Francia (y del mundo) encabezado por los enciclopedistas, cuyo pensamiento crítico y búsqueda de un sustento racional para comprender el mundo basado en la ciencia, minó las bases del «derecho divido» de los poderes monárquicos.
Volnay se acompaña de un monje racionalista que aplica en la investigación de los crímenes varías técnicas desconocidas en la época y que conformarán lo que en la actualidad conocemos como investigación forense, tales como necropsias, observación y registro detallado del escenario de un crimen y la búsqueda de indicios en la ropa y cuerpo de la víctima, además de un análisis concienzudo de su contexto.
Ahora nos puede parecer extraño, pero la investigación policial no siempre fue cercana al método científico, en muchos lugares aún no lo es, como tristemente sabemos. Los culpables eran designados según creencias, intereses políticos o ideológicos y, desde luego, las víctimas eran tales por alguna falta que solía ser muy difusa, cometida en algún momento de su vida. La mayoría de las «pruebas» eran totalmente circunstanciales o arrancadas bajo tortura. La idea de acercar la investigación policíaca a la ciencia es relativamente reciente, la podemos ubicar a principios del siglo XX cuando se comprendió plenamente. Aquí, la Ilustración francesa tuvo una enorme influencia, puesto que la investigación policíaca debía ser capaz de resguardar a la sociedad con leyes y reglas basadas en el progreso científico.
La historia que nos narra la novela Casanova y la mujer sin rostro, es precisamente la lucha entre la razón y la Ilustración contra la superchería y «las creencias» para sustentarse en la investigación de las pruebas de un delito y el comportamiento criminal; batalla que no fue fácil ya que estuvo llena de obstáculos.
El conocimiento antiguo, sobre todo el derivado de la Grecia clásica, ya creía en el poder supremo de la razón para resolver todos los problemas, pero también asumía que la razón desplazaba a la necesidad de evidencias y experiencias. Admitía ideas que surgían a partir de la observación (muy limitada) y no las sometía a pruebas. La influencia de estas ideas duró varios siglos, incluso ahora muchos pensadores niegan la fuerza de los hechos y la importancia de la ciencia misma. Tal vez el argumento más potente contra esta forma de pensamiento surgió del experimento clásico de Galileo en el siglo XVI, el cual demostró que si dos piedras desiguales se dejan caer simultáneamente, llegarán al suelo al mismo tiempo (o una pluma y un martillo, según la fuente de la historia). Este experimento, muy sencillo, supuso el nacimiento de la ciencia moderna y su separación de la filosofía, a la vez que dio inicio al despertar racional de la ciencia clásica.
Francis Bacon en 1626, propuso un método para acercarse al conocimiento de la naturaleza. Planteó que se debían acumular los hechos experimentales que llevaran a establecer la explicación de un fenómeno: «Primero deben recopilarse una serie de historias naturales y experimentales (hechos) y hasta no contar con información empírica amplia no dar el siguiente paso, que sería empezar a eliminar algunas posibilidades...» Este método, llamado inductivo, presuponía un camino muy tortuoso: acumular y acumular evidencias hasta que todo quedara claro.
Los filósofos William Whewell (1794-1866), William Stanley Jevons (1835–1882) en Inglaterra y Charles S. Peirce (1838–1914) en Estado Unidos junto a los científicos Claude Bernard (1813-1878), Louis Pasteur (1822-1895) y Gregor Mendel (1822-1884), a través de su propia práctica, propusieron un método alternativo: primero, sustentados en el conocimiento previo, se formula una conjetura acerca del fenómeno estudiado; y segundo, se prueba la conjetura (o hipótesis) para establecer si coincide con los hechos derivados de la realidad. La hipótesis, entonces, es el punto de inicio del razonamiento experimental. Este método, llamado hipotético-deductivo es el método científico moderno.
Regresando a nuestra novela, la ciencia incipiente en el siglo XVIII aún no se había separado del todo de las ideas precientíficas. Personajes que ahora ocupan un lugar fundamental en la historia de la ciencia, como Isaac Newton (1642-1727), dedicaban mucho de su tiempo a realizar «investigaciones» relacionadas con cosas hoy consideradas como supercherías. Newton, bajo el seudónimo de Jeova Sanctus Unus, era un famoso alquimista y, como tal, anduvo en la búsqueda de la «razón universal» para comprender la esencia de la naturaleza, transmutación o potestad sobre la vida. Pero Newton no fue el único influenciado por estas concepciones entre la ciencia o protociencia y la filosofía, magia y mera charlatanería, ya que se sabe que Robert Boyle (1627-1691) y Antoine Lavoisier (1743-1794), considerados los padres de la química moderna, andaban por los mismos caminos Junto a Volnay y el monje desfilan una serie de personajes de existencia real, como el conde de Saint-Germain, un conocido masón y alquimista que dejó toda una leyenda sobre su vida eterna y el descubrimiento de la trasmutación de los metales o la fabricación de diamantes, pero que al parecer, lo real fue su participación en los movimientos contra las monarquías, basado en la Ilustración y que, a través de la alquimia, pretendía sustentar la razón como el único sistema de pensamiento que le permitiría a la sociedad dejar atrás la esclavitud de la superchería.
En este ambiente, Volnay deberá descubrir, con las armas de la razón, al responsable de un crimen y debe hacerlo contra todas las fuerzas que se oponen a la misión o quieren servirse de ella para sus propios intereses, en contra o de soporte de la monarquía decadente. Una novela muy entretenida, documentada, apasionante y una buena manera de acercarse a la historia del pensamiento científico. ¡No se la pierdan!
Horacio Cano Camacho, Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología y Jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
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