No hay duda, el olor o, mejor dicho, los olores, son de naturaleza particulada. Los olores pueden ser sensaciones cotidianas y ordinarias, pero en realidad son moléculas que «se desprenden» de los diferentes cuerpos que nos rodean, del suelo, las plantas, los microorganismos, de nosotros mismos y que son arrastradas por el aire hasta nuestros sistemas sensoriales en donde los percibimos y, en cierto modo, nos hacemos conscientes de su presencia.
Es como si anduviéramos buceando en una sopa de moléculas que percibimos diferencialmente. Algunas nos provocan respuestas agradables y otras repulsivas. Las percibimos y articulamos respuestas. Esa es una capacidad indispensable que nos permite relacionarnos con el medio. Imaginemos el siguiente caso: La mayoría de la población en México aún utiliza gas licuado de petróleo para cocinar, calentar y otras actividades domésticas. Este gas, llamado LP, se compone fundamentalmente de propano y butano. Es un material muy versátil y fácil de almacenar y «quemar» para cumplir su función, pero es muy tóxico.
El problema es que el GLP no huele, de manera que, si hay una fuga, es posible que no nos enteremos y nuestra vida corra peligro. Además de la somnolencia y asfixia, el GLP forma atmósferas explosivas y se sabe que tiene efectos muy destructivos sobre el sistema nervioso. Para generar alarma se le agrega etilmercaptano, un compuesto apestoso debido a su estructura con sulfuro, el cual sí podemos percibir aún en concentraciones tan bajas como una parte del compuesto por cada 2 800 millones de partículas de aire. Esta capacidad de «oler» el mercaptano de inmediato nos pone en alerta para tomar acciones.
Las moléculas de olor son parte de los mecanismos de percepción del entorno, de nosotros mismos y de los otros. Funcionan a través de receptores en las membranas de nuestras células especializadas del epitelio nasal (la capa más externa que se encuentra en contacto con el aire que entra). Las moléculas de olor son reconocidas por los receptores y proteínas especializadas que reconocen específicamente una molécula. La unión olor-receptor produce señales eléctricas que son transmitidas a través del hueso de la nariz al bulbo olfatorio en la base del cerebro, en la parte más profunda y elevada de la nariz y son transmitidas a las partes más altas del cerebro.
El número de células y receptores determina cuántos aromas percibimos. En realidad, el olor depende de una mezcla de moléculas que se volatilizan de los cuerpos que nos rodean. Un adulto puede percibir entre 4 000 y 10 000 aromas distintos, pudiendo detectar concentraciones muy bajas de los compuestos. Los perros llegan a tener entre 10 a 100 millones de veces más sensibilidad a los olores ya que sus epitelios nasales contienen muchos más receptores olfativos y para más aromas.
Las moléculas que olemos son volátiles y se escapan de los materiales sólidos y líquidos. Estas moléculas volátiles se evaporan y «escapan» de sus cuerpos y son percibidas por los otros, creando una representación de ellos. Nuestro cerebro construye imágenes con los olores, es decir, «evoca» recuerdos para identificarlos: eso huele a ajo, a una mujer (o un hombre) en particular, a lavanda, a tierra mojada, gas, pan recién horneado, etc. Es lo que llamamos memoria olfativa y esta se puede entrenar para aumentarse y sensibilizarse aún más.
El mundo de los olores es maravilloso porque su comprensión nos permite entender mejor el mundo que nos rodea. El olfato nos permite comprender la realidad. Y esta es precisamente la intención del libro que ahora recomendamos en Saber Más. Se trata de la más reciente publicación de Harold McGee, un divulgador y experto en la química de los alimentos que goza de enorme popularidad gracias a una obra anterior que se convirtió en todo un éxito de ventas: La cocina y los alimentos, convirtiéndose en un referente mundial.
Este autor recién publicó Aromas del mundo (Debate, 2021), un viaje a través del más enigmático de los sentidos: el olfato. En esta obra, McGee defiende cómo el sentido del olfato es quizá el sentido que nos relaciona con el mundo con mayor precisión y complejidad, «Los olores y los sabores —nos dice—, representan el encuentro más directo, íntimo y específico con las moléculas que lo constituyen todo», y nos invita a detenernos un poco más en un sentido que tradicionalmente ha estado relegado a un segundo plano.
En esta aventura, el autor nos plantea dos grandes mundos: los olores que nos proporciona el mundo, que suelen ser los más simples, desde a qué huele la tierra, las bacterias y hongos, hasta los olores más primitivos en el origen de nuestro planeta. Luego pasa a olores más complejos, los animales y el sistema de señalización y esto, desde luego, nos incluye a los humanos.
Pasa luego a una revisión de todo el «virtuosismo» de los aromas vegetales, con su gran complejidad metabólica. A qué y por qué huelen los árboles, flores y musgos, verduras y plantas comestibles.
Una sección aún más fascinante del libro es su revisión de los olores elegidos, aquellos que no existen en la naturaleza y nosotros, manipulando el saber sobre los olores del mundo, podemos crear o recrear porque lo deseamos. Aquí encontraremos los perfumes y fragancias, los alimentos cocinados, curados y fermentados.
Es un libro altamente recomendable para orientarnos en el propio mundo y comprenderlo de mejor manera. En el libro se habla de una manera sencilla, pero apasionante de las moléculas primigenias del espacio interestelar; del hedor que emanaba nuestro planeta cuando todavía no había oxígeno; de las defensas y los atractivos químicos de las plantas inmóviles; de las emisiones de los animales ambulantes; de las cadenas rizadas en los seres móviles de agua fría; de los restos de la vida en la tierra, el humo y los disolventes; o de las fragancias de los ciervos de la montaña y de los laboratorios químicos, entre muchísimas cosas más.
Aromas del mundo se adentra en nuestro sentido del olfato para explicarnos por qué nos agradan o nos repelen ciertos olores e, inevitablemente, revela cosas de nuestra naturaleza que nos sorprenderán. Por ejemplo, demuestra con datos científicos que a los seres humanos nos gusta comer aquello que huele a nosotros mismos, de hecho, cuando aseguramos que un queso huele a pies, realmente huele a pies y por eso lo disfrutamos.
Por último, Harold McGee nos recuerda que podemos usar nuestro olfato mucho más de lo que lo hacemos, solo necesitamos entrenarlo. El autor de, nos invita a cerrar los ojos y empezar a oler el mundo por nosotros mismos. No solo descubriremos una enorme cantidad de fragancias, sino que además desarrollaremos nuestro cerebro.
Atrévanse a adentrarse en el maravilloso mundo de los aromas, lo apreciarán más y seguro saldrán con toda la intención de darse un banquete de aromas elegidos.
Horacio Cano Camacho, Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología y Jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
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