Galileo Galilei es uno de los «fundadores» de la ciencia en su concepto más moderno, es decir, en el empleo sistemático de procedimientos para generar conocimiento que otros pueden replicar en la búsqueda de consenso. Sus observaciones permitieron demostrar, con datos empíricos, la concepción heliocéntrica de Copérnico, con lo que hizo una contribución inestimable al desarrollo de la ciencia, un símbolo del poder de la racionalidad y el valor de la Ciencia, por lo que muchos lo consideran el primer científico.
La anécdota del telescopio nos permite introducirnos en el libro que hoy recomendamos. Galileo no inventó el telescopio, de hecho, hay constancia de que los musulmanes ya lo usaban, que habían perfeccionado el pulido de lentes con diversas aplicaciones y habían creado la ciencia de la óptica. Al parecer, este invento llegó a Holanda, de donde se difundió al resto de Europa. Galileo se enteró del portento y como era un hábil artesano, construyó uno utilizando un tubo de órgano y dos lentes pulidos por él. El asunto es que los científicos de aquel entonces también requerían de subvenciones para realizar su trabajo y además para vivir dignamente. Galileo, por entonces profesor de matemáticas en Pisa y después en Padua, requería de entradas económicas para financiar su trabajo y mantener a la familia y empleados, por lo que buscó una aplicación práctica para su instrumento. Se lo presentó a las autoridades de Venecia y les hizo su famosa demostración en la torre de la plaza de San Marcos y hábilmente los convenció del potencial estratégico-militar para la defensa de Venecia.
Recordemos que esta ciudad era para entonces uno de los puertos más importante del mundo, actividad que mantenía a la ciudad como una potencia económica y política lo que la hacía, por lo mismo, muy vulnerable al ataque de otros reinos y apetecible para saqueadores. El telescopio permitía atisbar barcos que se acercaban peligrosamente a la ciudad y prepararse con antelación para la defensa. En ese sentido, se trataba de una ventaja estratégica. Al parecer, este «invento» le granjeó la simpatía del gobierno y se le premió con un mejor salario y la posibilidad de encontrar nuevas fuentes de financiamiento.
Pero la posibilidad de anticiparse a un ataque por mar era una de las aplicaciones menores del instrumento de Galileo y este lo supo desde el inicio, así que apuntó el telescopio al cielo con los resultados revolucionarios que ahora le reconocemos. Sin embargo, el hecho de responder a una necesidad militar marcó de alguna manera a la ciencia. La idea de que esta avanza en el conocimiento por la guerra, es una pesada loza.
De ello trata el libro que ahora recomendamos: Ciencia y guerra, de Neil DeGrace Tysson y Avis Lang (Paidós, 2019). En concreto se enfocan a la investigación en astrofísica y su relación con la industria militar, dos áreas que no podíamos sospechar más alejadas una de la otra. Y al parecer, esta relación es más cercana de lo que pensábamos.
Ruy Pérez Tamayo (2000) propone una definición de ciencia que a mí me parece muy sintética y a la vez completa: Actividad humana creativa cuyo objetivo es la comprensión de la naturaleza y cuyo producto es el conocimiento, obtenido por medio de un método científico organizado en forma deductiva y que aspira a alcanzar el mayor consenso posible.
De manera que el producto de la ciencia es el conocimiento y este puede tener dos destinos, por un lado, servir para el surgimiento y propuesta de nuevas hipótesis y preguntas que llevan al crecimiento constante sobre un fenómeno particular y con ello, al avance del conocimiento de la naturaleza y, por otro, este conocimiento puede servir para la resolución de problemas «prácticos» de la realidad, de manera que el conocimiento se emplea o aplica en desarrollos tecnológicos para abordar la resolución o la creación de instrumentos para abordar estos problemas.
En el ejemplo de Galileo y su telescopio vemos este punto. El instrumento permitía hacer evidentes objetos a largas distancias y eso tenía una aplicación (en ese momento) que daba ventajas estratégicas a quien lo usara. Pero a dónde apuntemos, el telescopio es una decisión nuestra. El mismo instrumento se usó para mejorar nuestra comprensión del universo.
Hay que entender que las necesidades prácticas existentes en la sociedad y del progreso de la ciencia y la técnica, se hallan relacionadas a la solución de problemas que expresan las exigencias de desarrollar el conocimiento científico. La investigación parte de problemas, no hay investigación sin problema. Pero esto no niega que todo problema se da en un objeto, fenómeno o proceso, es decir, en alguna parte de la realidad en la que fue necesario profundizar para concretar la existencia de esos problemas.
Y aquí está un punto de enorme importancia en el que el libro de DeGrace Tysson-Lang pretende profundizar. Sería deseable que los problemas fueran planteados por las necesidades de la colectividad: salud, alimentación, vivienda, desarrollo, etc. Es claro que ese es un buen deseo; sin embargo, muchos problemas son propuestos por la necesidad de adquirir ventajas competitivas en las empresas, el comercio o la guerra y esta última se ha afanado desde la antigüedad (y tal vez sea la que mejor lo comprendió desde los inicios de la ciencia) en usar el conocimiento para adquirir tales ventajas: armas, recursos tácticos, información estratégica del enemigo, entre otras.
En la guerra, tener una ventaja asimétrica de la aplicación del conocimiento, frente al otro que no lo tienen o no lo aplicó, puede ser la diferencia entre ganar a ser derrotado. Y esto no es nuevo, por desgracia se ha aplicado desde la antigüedad, desde guerra biológica, química, psicológica, económica, aun cuando las bases de muchas cosas que hacían no se conocieran. Con el desarrollo del propio conocimiento, las fuerzas armadas de muchas potencias se aprestaron a reclutar científicos para afianzar tales «ventajas» y muchas veces eso condujo a guerras soterradas por el conocimiento y no por el terreno, como lo sucedido en la Guerra Fría.
Muchos ejemplos como la creación del radar, la computadora para descifrar claves de encriptación, los sistemas de detección de lanzamientos de misiles a largas distancias, etc., seguramente confirieron ventajas asimétricas a sus desarrolladores que se verán como «grandes logros» según el lado que nos toque vivir, o como terribles avances, inhumanos y del todo condenables. Los ganadores verán un triunfo del ingenio y la inteligencia donde las víctimas solo mirarán dolor.
Recordemos que las dos únicas bombas nucleares lanzadas contra el «enemigo» no se lanzaron sobre el ejército combatiente, sino sobre la población inerme, que a su vez era víctima de sus propios «defensores» que decían luchar por ella. De manera que el libro abunda en ejemplos muy inquietantes sacados de la astrofísica para evidenciar esta relación soterrada entre ciencia, o al menos un conjunto de disciplinas y las fuerzas armadas, en particular de las potencias económicas y militares. Y lo hace con una gran cantidad de información para soportar lo dicho. Información de las ciencias de las comunicaciones, la climatología, la óptica, la informática, el desarrollo de instrumentos, etc., que se revistieron, en su momento, de «investigación desinteresada para conocer el universo».
Es normal que los ejércitos encuentren justificación a este maridaje, pero del lado de la ciencia también hay quien ve en la búsqueda de financiamiento para generar recursos para la investigación, la justificación de toda práctica: el ejército es un buen filántropo, aunque su fin sea destruir. Entre muchos teóricos de la economía global, hay que mirar a las milicias como el gran motor de la innovación tecnológica y científica, incluso se justifica cualquier proyecto asumiendo que es el capitalismo (y la guerra) el responsable del dinamismo y la innovación.
Este libro y todos sus ejemplos son un buen pretexto para reflexionar en torno a este dilema: ¿Conocer el universo para destruirlo o conocer el universo para comprenderlo y conservarlo? Un libro sin duda inquietante. La pregunta que se desprende es ¿De verdad son las pulsiones destructivas las mejores vías para impulsar el conocimiento? ¿No tener o no impulsar la guerra detienen la efervescencia intelectual? Acérquese a este texto, le hará reflexionar sobre muchas cosas importantes.
Horacio Cano Camacho, Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología y Jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
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