Cuando Antonie van Leeuwenhoek un día de 1677 observó a través de un sencillo microscópio tallado por él mismo su propia eyaculación, descubrió una miriada de animáculos ("animales pequeños") que parecían tener cabeza “y cola y nadaban afanosamente con movimientos de como una serpiente”. Fue, ciertamente, el primer humano en observar los espermatozoides, pero no tenía una formación científica y no pudo encontrar explicación a lo que veía. Ya había observado diversos organismos unicelulares, fundamentalmente lo que luego se llamaron protistas o protozooarios, en todo suerte de muestras, pero esto lo desconcertó. En sus observaciones, estos animáculos no eran evidentes en muestras de machos estériles o de humanos muy jóvenes o muy viejos, motivo por lo que pensó en que pudiesen tener relación con “semillas germinativas”.
Estas observaciones fueron las bases para el surgimiento de toda una corriente llamada “preformacionismo”. En 1694, otro microscopista Nicolaas Hartsoeker observó o mejor, creyó observar la imagen de un humanoide diminuto, acomodado en la cabeza del espermatozoide. A partir de allí muchos otros creyeron ver estas representaciones y el campo preformacionista se dividió en dos, los “animaculistas” que defendían que el protohumano existía formado en el esperma, mientras que los “oovistas” creían mirarlo enrollado dentro del óvulo.
El preformacionismo, que hoy nos da risa o hasta ternura, supuso un adelanto a las concepciones religiosas de nuestro origen y humanidad puesto que planteaban, con todo y lo limitado de sus recursos, que el humano ya existía, por lo menos como proyecto, dentro de sus células germinales y esto fue muy importante porque nos igualaba a otros animales y de manera fundamental, transfería a nuestro interior el origen y destino de nuestra especie.
El paso a la identificación de los genes como sustrato de este “proyecto” fue gigantezco y requirió de más de 300 años de investigación mucho más sistemática y objetiva que aquellos ingenuos pulidores de lentes. Y aunque parezca que el concepto gen es perfectamente comprendido y aceptado por los humanos del Siglo XXI, estamos lejos de ello.
Cuando yo asistía a la escuela primaria, algunos de mis profesores finalmente habían terminado por aceptar que el Homo sapiens era otro animal entre los demás animales. Sin embargo, siempre se hacia notar que éramos un animal, pero un animal diferente, racional, decían ellos. Era evidente, nos decían, que tenemos una constitución y un funcionamiento similar a los otros mamíferos, pero hay cualidades que sólo existen en el humano.
¿Qué nos distinguía de los otros animales? -noten que uso deliberadamente el pasado- Hemos tratado de buscar argumentos para afianzar la famosa racionalidad de los animales humanos: la empatía, la solidaridad, el lenguaje, la capacidad de usar herramientas, entre otras cualidades que nos hacían humanos y que de alguna manera hacen la diferencia entre racionalidad e instinto.
Los avances de la bioquímica y más tarde de la biología molecular mostraron la unidad de composición y funcionamiento de todos los seres vivos, incluyéndonos, por supuesto. Hablando de los animales más cercanos a nosotros, los mamíferos, se probó que no había prácticamente ningún grupo de reacciones metabólicas que no compartiéramos.
El conocimiento del genoma de varias especies corroboró estos descubrimientos. El número de genes es muy similar, aproximadamente 20,000, y la proporción por grupo de función metabólica es prácticamente la misma desde una simple levadura hasta un animal de los más sofisticado.
Si comparamos la secuencia de un gen cualquiera, por ejemplo, una proteína del núcleo como la histona H1 que participa en la organización del ADN, el porcentaje de identidad será del 98% entre el humano y el chimpancé; 95% con el orangután y 94% con el mono Rhesus. Estos datos corroboran nuestra cercanía. Pero si nos comparamos con un cerdo, las diferencias no son tan grandes, tenemos cerca de 82% de identidad. Somos muy parecidos y por cierto a nivel del genoma completo, estas similitudes se conservan.
Esta cercanía entre los animales –y entre todos los seres vivos- planteó la posibilidad de que fuera la cultura y no la genética la clave de nuestra “humanidad”. Es claro que el comportamiento, la socialización, el lenguaje, tienen un fuerte contenido social, influido por el medio en el que crecemos. Sin embargo, su sustento último está en nuestros genes. Por ejemplo, nuestra capacidad de establecer comunidades, sentir empatía, establecer relaciones con otros, está mediado –ahora lo sabemos- por muchas sustancias, como la vasopresina, la oxitocina, etcétera, que, desde luego, se encuentran codificadas en nuestros genes (las enzimas que les sintetizan, en el caso de los neurotransmisores no proteicos) tanto como los receptores celulares que las perciben y las señales que generan. Y este sistema funciona de la misma manera entre humanos, ratones o perros.
Otra frontera de lo racional parecía ser el lenguaje. Existen varias publicaciones científicas que han probado que un gen, llamado FOXP2, que en humanos es responsable de la articulación de oraciones y la comprensión del lenguaje, fue localizado en el genoma de ratones en donde contribuye a formar estructuras neurales complejas que responden a los sonidos producidos por otros ratones y que son vitales para la “comunicación” con las crías.
En varios trabajos de investigación publicados se ha sustituido al gen propio de los ratones por otro igual, pero de origen humano y su función se restaura porque es exactamente la misma. Es más, la comparación de la secuencia de aminoácidos de las dos proteínas codificadas por estos genes sólo difiere por tres aminoácidos y con el gen FOXP2 de chimpancés, en dos aminoácidos respecto al humano.
Un análisis comparativo con otros animales e incluso con ancestros humanos, mostró que todos tenemos la potencialidad genética para hablar… ¿Por qué los humanos desarrollamos un sistema lingüístico tan sofisticado? Al parecer una diferencia real entre nosotros y otras especies es que nosotros hemos desarrollado redes neuronales y estructuras cerebrales implicadas en el lenguaje más complejas y estas estructuras responden a estímulos externos (¿cultura?).
Ejemplos como el anterior hay muchos y cada vez más murallas de lo “racional” van cayendo. Las conductas de empatía; las que disparan las conductas de protección a las crías; las del “amor”, entre otras se van encontrando en muchas especies y funcionan de la misma manera que en nosotros y claro, todas tienen un sustrato genético.
Sabemos que los babuinos establecen consensos y toman decisiones a través de un proceso que involucra sonidos y movimientos. Se ha encontrado un muy sofisticado sistema de organización en una suerte de “sociedad”. Ya existían reportes previos de animales que parecían organizarse para tomar acciones colectivas de manera más compleja que el instinto: decisiones “comentadas” y “discutidas” en el grupo. Ahora sabemos que estas conductas implican un lenguaje y que algunos de los animales aprovechan las “propuestas” de otros para usarlas en su favor y establecer liderazgos.
Es claro que aun nos falta mucho por conocer y la pregunta de ¿qué nos hace humanos? sigue sin ser respondida, pero es importante que estos estudios los emprendamos rompiendo la idea de que somos la cumbre de la creación. Aún no está claro lo que nos hace humanos, pero parece ser una interacción muy compleja entre la genética y la cultura. Por muy sofisticados que sean nuestros recursos, si tenemos una versión dañada del gen FOXP2 nunca podríamos comunicarnos…
Ahora les queremos recomendar dos títulos para proporcionar argumentos a este debate. El primero es un clásico de Matt Ridley, Qué nos hace humanos (Taurus ediciones, 2004) y el segundo Cómo crear un ser humano de Philip Ball (Turner publicaciones, 2020). Ambos libros nos invitan a liberarnos de los prejuicios y entrar a un mundo donde las evidencias juegan un papel central. Un mundo, dice Ridley “…donde el instinto no es lo contrario del aprendizaje, donde, en ocasiones, las influencias ambientales son más irreversibles que las genéticas y donde la naturaleza está diseñada para la experiencia”.
Ambos textos están muy bien documentados y abordan la cuestión del programa genético, aquel que va encendiendo y apagando genes a los largo de toda nuestra vida, determinando las respuestas al ambiente, pero tambien atendiendo a un programa prestablecido muy riguroso, cuyos errores se manifiestan en daños mayores o menores, dependiendo del momento y la extensión de su falla.
Imagine un tablero de interruptores: encendido y apagado son sus dos posibilidades. El programa genético implica que en cada momento de la vida de una célula y de aquí a un organismo, hay una combinación particular de genes encedidos y apagados, activando o silenciando funciones, cuya combinación determina lo que los seres vivos somos, nuestras características, funcionalidad y comportamiento. Ahora sume a ese tablero el factor ambiental que puede actuar como un gran modulador. Esa combinación maravillosa es la que nos hace lo que somos, pero el factor humano aún es más complejo porque implica la cultura ¿es parte del factor ambiental como tal?
Atrevase con ambos títulos, incorpore argumentos a las discusiones de este fascinante tema, no se arrepentirá y tomelos como un mensaje de humildad: somos más cercanos al mundo animal de lo que de manera arrogante hemos creído...
Horacio Cano Camacho, Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología y Jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
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