¿Por qué comemos lo que comemos? ¿cómo se le pudo ocurrir a alguien comerse por primera vez escamoles, una berenjena, un guamúchil o peor aún, una holoturia? Es muy probable que fuera por prueba y error. Seguro la historia de la humanidad está llena de mártires caídos en cada etapa de definición de lo que comemos.
Cuenta la leyenda que un pastor en las áridas planicies de lo que ahora es Kenia miraba a las cabras disfrutar enormemente luego de comerse unas bayas de lo que ahora conocemos como café y entonces se le ocurrió imitarlas y desarrolló la famosa y popular bebida. Seguro esta historia, como muchas otras del origen de ciertos alimentos es completamente falsa, una manera de disfrazar que nuestra relación con los alimentos fue menos racional de lo que suponemos. Actuábamos por hambre y probábamos todo lo que estaba a mano. Muchos se murieron en la prueba o sufrieron terribles consecuencias, pero ello permitió ampliar el catálogo culinario: lo que podemos y lo que no podemos comer. Luego este catálogo se fue transmitiendo y ajustando por la experiencia.
Pero lo anterior es válido para los alimentos crudos, en el paso a los muy elaborados (el mole, por ejemplo) y que requieren muchos puntos de elaboración, la historia ya es más compleja. Involucró seguramente una capacidad de observación muy precisa, el planteamiento de preguntas y seguramente algún nivel de experimentación… De cualquier manera, nuestros alimentos han evolucionado con nosotros. Comemos lo que hemos demostrado históricamente que no nos hace daño (y esto depende de cómo lo preparemos) y lo que se ajusta a la capacidad de agradarnos (paladar y olfato).
Seguimos experimentando e incorporando algunos productos -la mayoría de los cuales ya son usados en otros lugares- y experimentamos nuevos procesos para cocinar y preparar lo que ya hacemos, es decir, innovamos.
Pero no podemos incorporar todo ni prescindir de muchos productos que hemos consumido por décadas… Pero aquí está produciéndose un fenómeno muy curioso. No sé si sea del todo nuevo o solamente se ha potencializado a partir de las redes sociales. Resulta que con frecuencia aparecen noticias en donde se culpa a algún producto (la leche, el yogurt, los camarones) de todos los males que nos acontecen, o, por el contrario, se le asignan virtudes cuasi mágicas. Resulta que la ralladura de limón cura la diabetes, que el hueso molido de aguacate cura el cáncer, que podemos tratar casi cualquier enfermedad tomando únicamente jugos de fruta y así, hasta el infinito.
Existe una cantidad gigantesca de material (videos, manuales, libros) que afirma contar con las evidencias de que algún producto de lo que nos comemos e incluso de lo que no nos comemos por que la experiencia empírica nos ha señalado que eso no se come (como el hueso de aguacate) es el milagro largamente esperado o …es el demonio. Me he encontrado que el mismo producto es recomendado por unos y rechazado por otros sin mayor evidencia.
Asignarle poderes extraordinarios a algún alimento, para bien o para mal, ya forma parte de nuestra cultura, de cualquier conversación de sobremesa o de cualquier remedio de vecino ¿Qué hay de cierto en estas ideas? ¿qué evidencia tienen muchos de los mitos alimentarios que seguimos aceptando en nuestra vida cotidiana? Se sorprenderá de lo equivocados que estamos…
Ante la proliferación excesiva de ideas sin sustento científico, algunas inocuas, pero otras muy peligrosas, es importante que apliquemos un poco de racionalidad a nuestro quehacer cotidiano, en particular a lo que nos comemos. Hay por allí dos libros que pueden contribuir a orientar nuestra reflexión al respecto. El primero es ¡Que se le van las vitaminas! Escrito por Deborah García Bello (2018), Ed. Paidós (ISBN 9788449334191), Barcelona. Un muy recomendable libro que combina información científica seria con un estilo de escritura entretenido y divertido. La autora, química de profesión y una muy buena divulgadora de la ciencia nos hace un recuento de creencias muy arraigadas en todos nosotros y las analiza con mucho cuidado.
Si bien el libro de Deborah García no se concreta a la alimentación, si comienza revisando la idea de muchos en torno a la sano de consumir jugos de frutas. Algo tan cotidiano y aparentemente recomendable tiene detrás la necesidad de repensarlo ¿es sano tomar jugos? ¿tienen diferencia tomar un jugo recién exprimido que uno almacenado y refrigerado? ¿qué es más sano, tomar el jugo o comerse la fruta?
Luego pasa a meditar en torno a cosas tan comunes como la homeopatía, las vacunas, los teléfonos celulares, el consumo de vino y la salud, los mitos de la medicina, entre otros. Y lo hace con un estilo muy ameno, pero muy serio, pasando todo por el filtro de la ciencia. Muy recomendable.
El otro libro si se centra en los alimentos. Se trata de Comer sin miedo, de J.M. Mulet, (2010), Ed. Destino (ISBN 9788423347759), Barcelona. Josep Miquel Mulet es un investigador en el área de bioquímica y biotecnología y un muy popular divulgador de la ciencia. En este libro trata de explicarnos sobre los temores infundados de lo que comemos, la irracionalidad de ciertas prácticas alimentarias sustentadas fundamentalmente en el miedo y el desconocimiento. Con Mulet entenderemos que …todo es química, que no existe algo llamado alimento orgánico ni la famosa alimentación ecológica. Que la famosa y exitosa (casualmente) Enzima prodigiosa no es más que un bulo. Este es un texto mucho más controversial que el anterior y ha despertado la indignación de veganos, ecologistas y demás traficantes del miedo. Hay que leerlo y meditarlo con cuidado. Seguro despertará nuestra curiosidad y nos impulsará a buscar más información y plantearnos más y más preguntas ¿Tenemos motivos para decir que la comida de ahora es peor que la de nuestros abuelos? ¿La industrialización de la comida nos está envenenando? ¿Consumir comida “ecológica” es más sano?
Por lo pronto me voy a comer a casa y pretendo hacerlo sin miedo…