Los dinosaurios son nuestros monstruos favoritos y lo son por encima de los zombis y vampiros que, dentro de la fantasía, son los meros meros. Claro, podemos pensar que los dinosaurios sí son reales, pero, ¿lo son? No me malinterpreten, claro que son reales y no solo existieron en algún momento de la historia de este planeta, sino que, todo apunta a que siguen entre nosotros como aves. Me refiero a que las referencias que tenemos de ellos son (salvo las aves, y esto es muy reciente) el registro fósil: Un grupo de piedras que parecen huesos o la cabeza de una lagartija gigante o una garra… en fin.
A partir de un fragmento de lo que fue una vez un cuerpo podemos reconstruir la estructura completa del individuo, y con varias correlaciones y el registro de otros organismos, como las plantas, incluyendo organismos actuales, podemos establecer (plantear hipótesis) conductas, colores y hasta relaciones tróficas. Esto constituye la base de toda una disciplina científica llamada paleontología. Yo no soy paleontólogo y realmente conozco poco de estos animales (y de muchos otros), más allá de lo que llevé en mis clases de licenciatura, pero me resulta un mundo muy interesante y de vez en cuando leo algún texto sobre ellos, veo documentales y a veces, impulsado por lo que la cultura popular me dice, me vuelve el interés.
De manera que la serie que ahora recomiendo está analizada desde los ojos (miopes), conocimiento no experto y la emoción por estos animales fantásticos. ¡Advertido está!
La paleontología es una ciencia que ha evolucionado a la par que el desarrollo tecnológico y el surgimiento y evolución de muchas otras disciplinas científicas, desde los intentos primeros (a veces muy ingenuos) de describir los fósiles que iban emergiendo por todos lados. ¿Qué era aquello que recordaba firmemente a una lagartija súper desarrollada o gigantescos dientes incrustados en piedra? Las primeras explicaciones implicaban mitos y visiones ideológicas, fundamentalmente religiosas, como animales expulsados del paraíso terrenal, castigos divinos que volvieron piedra a ciertos organismos y cosas de esas.
A pesar de que ya había muchas observaciones precedentes, incluso el descubrimiento de un iguanodonte (por el matrimonio Mantell), así como múltiples dientes y otras partes de esqueletos que daban pistas de la existencia de un grupo o varios desconocidos, es al zoólogo Richard Owen a quien se le atribuye un enfoque más serio gracias a los recursos que tenía a su disposición (era anatomista).
En 1841, Owen presentó los fósiles de varios reptiles, entre los que se encontraban tres esqueletos que no concordaban con algún animal existente para la época o que estuviera extinto y correspondían a animales del tamaño de un elefante. Al tratar de explicar tales hallazgos, propuso una clase de reptiles nueva, para quienes empleó el término dinosaurio, que significa ‘reptil terrible’ y así se les quedó.
El asunto es que los tres esqueletos presentaban características comunes entre ellos, pero se diferenciaban del resto de reptiles conocidos, por lo que, desde un enfoque científico, debía tratarse de un grupo nuevo, desconocido. Así fue como se creó un grupo especial, al cual se le fueron asignando descubrimientos realizados por todo el mundo, de animales o partes de estos. Como el registro era muy incompleto y comparar con lo conocido era la principal baza de los zoólogos, se cometieron muchos errores. Por ejemplo, se asignaban restos a animales que no les correspondían, se crearon duplicidades, incluso se «identificaron» especies que no existieron, pues eran pedazos de varias especies distintas, provocando que se «armaran» bichos inexistentes que hasta nombre científico merecieron. Un desastre que solo se fue corrigiendo con el desarrollo de la paleontología y otras ciencias auxiliares que continúan hasta nuestros días.
Los primeros dinosaurios que yo vi, vivitos y coleando (en la televisión y en el cine retro, claro, no soy tan viejo), fueron los de la película El mundo perdido (1925), basada en la novela homónima de Arthur Connan Doyle y luego en la versión original de la película King Kong (1933). Refiero estas dos porque son del mismo artista animador y la técnica de stop motion comenzaba a mostrar su potencial. Aunque me emocionaron mucho de niño, la representación de mis monstruos favoritos resultaba muy chafa. Claramente eran animales sin vida o lagartijas a las que se les pegó algún aditamento y se «movían» terriblemente. Además, era claro que hacían coexistir animales de diferentes épocas, incluso separadas por millones de años y ocupando nichos imposibles. Sin embargo, estas películas tenían los elementos para elevar a los dinosaurios al olimpo de mitos de la cultura popular.
En 1953, llegó El monstruo de tiempos remotos, basada en un cuento de Ray Bradbury, que presentaba a un dinosaurio que invadía Nueva York. Este animal era claramente un Tyrannosaurus rex con brazos de fisicoculturista y crestas como de gallo, pero caló hondo, al grado de que se considera precursora del cine japonés de monstruos tipo Godzilla y de todas las series de Kaijus japonesas que le siguieron y que terminaron por enamorarme definitivamente de estas bestias.
Ya en los 60 y 70 (y estas últimas sí las vi en estreno), el cine puso a coexistir a los dinosaurios con los humanos. Recordemos la cinta con Rachel Welch, Un millón de años atrás (1966) o la comedia El cavernícola (1980), con el mismísimo y pésimo actor, Ringo Starr, en donde son invariablemente perseguidos por un T. rex malora.
No pretendo hacer un recuento de películas donde se le suman incluso dibujos animados, que solían ser mejores, por lo menos más creíbles, pero era evidente que los guionistas y directores no contaba con la asesoría de paleontólogos o zoólogos, y si los tenían, no les hacían ningún caso: estructuras corporales falsas, líneas temporales totalmente erróneas, nichos ecológicos equívocos o imposibles (para los no biólogos, un nicho ecológico se refiere al «papel» que un organismo cumple en un hábitat determinado, incluyendo el afecto de su interacción con otros organismos, con el ambiente, o con el propio humano). El asunto es que ponían como cazadores a carroñeros, vegetarianos como cazadores, cazadores superinteligentes o les insuflaban valores humanos (En busca del valle encantado, de Steven Spielberg, se lleva las palmas) o los colores, texturas corporales, conducta o el hábitat, eran pura puntada de los guionistas.
El asunto es que el cine, la televisión y la literatura contribuyeron a instalar a este grupo de organismos en la mente de los niños y adultos de todo el mundo. Ese es el lado positivo. Tal vez muchos paleontólogos se decidieron a estudiar esta ciencia por el impacto de las imágenes e historias aportadas por estos medios. Pero también sembraron ideas muy equivocadas y que ahora son conceptos muy difíciles de corregir.
¿Los dinosaurios eran todos cazadores terribles? ¿Todos eran gigantescos? ¿Vivieron todos juntos y compartieron espacio y tiempo? ¿Todos eran verdes? ¿Los no cazadores eran como grandes vacas, apacibles e ingenuas? ¿Todas las especies de reptiles de la época eran dinosaurios? ¿Todas las especies vivieron solo en Norteamérica (lo que hoy conocemos como tal)? ¿El mundo era como ahora, incluyendo continentes, ríos, lagos, biomas, clima, etc.? La respuesta a esta cascada de interrogantes es que no, pero lo que se desprende del cine parece decirnos lo contrario.
Aquí llega la película de Parque Jurásico (1993), notable por muchas razones. Primero, la escenificación de los dinosaurios utilizando la animación computarizada en 3D. ¡Guau! Notable por donde se le mire. Tanto que los dinosaurios ya no fueron los mismos desde entonces. Otro aspecto a destacar de esta cinta es la presencia de asesores especializados que, por lo menos, evitaron algunas de las grandes pifias del cine anterior, pero como veremos más adelante, no les hicieron caso del todo, privilegiando el aspecto mercantil de la película.
Es difícil explicarle esto a los miles de fans enloquecidos por esta película, que a mí me parece técnicamente muy buena, pero científicamente llena de errores, incluso en aspectos éticos. Para comenzar, la imagen de la ciencia como creadora de monstruos, y aquí tendría yo mucho que decir, pues esta sí es mi área. La película pone a la biología molecular y a su hija putativa, la biotecnología molecular, como el error más grande del conocimiento humano, nada menos que disciplinas que intentan usurpar el «dominio exclusivo de Dios», la creación de vida. Y esta intención de la película y del libro en que se basa, no es casual.
Su lanzamiento coincidió con el avance vertiginoso de estas dos áreas científicas, incluyendo la secuenciación automatizada del ADN, la creación del PCR, la clonación exitosa de la oveja Dolly y otros organismos complejos.
De manera que los sectores más conservadores y de ultraderecha de EUA, se solazaron con una película potencialmente al alcance de millones de espectadores en todo el mundo, porque reforzaba los miedos al conocimiento, a separarse de los pastores y, a su juicio, a prescindir de Dios. Debemos decir que es una película de fantasía, no de ciencia, ni lo pretende, sin embargo, no es neutral y claramente tiene una intensión y un destinatario: un público que toma sus «ideas científicas» y su información, fundamentalmente de los medios de comunicación masiva que tienen dueños e intereses muy claros. Esta y otras películas de la época aprovecharon la falta de información y (con gran calidad) reforzaron la desinformación y entronizaron el miedo a la biotecnología que irracionalmente sigue privando en amplios sectores de la población y de los tomadores de decisiones.
Pueden encontrar en internet cualquier cantidad de listados y explicaciones de los cientos de errores científicos de la película que, si bien contó con asesoría científica, privilegió el interés comercial en muchos aspectos, por ejemplo, el diseño de sus animales, como en los velociraptores que, al parecer, el director y productor se negó a ponerlos emplumados ¿Qué va a decir el público cuando vea a un perico enojado cazar a las pobres víctimas? ¿Debo cambiar el colorido de los animales por uno al que la gente no está habituada? ¿Si ese dino es un terrible cazador, por qué hacerlo ver como carroñero, aun y cuándo lo fuera?
¿Qué más se puede decir? Que generó la idea de que los dinosaurios convivieron todos en el mismo espacio y casi al mismo tiempo. Que clonar a un animal extinto hace millones de años (más de 60) era coser y cantar disponiendo de la «sangre y el ADN» en el tracto digestivo de un mosquito fosilizado hace 60 millones de años y que casualmente chupó a todas las especies, incluyendo a las que no eran jurásicas, sino cretácicas y que vivieron a miles de kilómetros de distancia y en ambientes totalmente incompatibles con una isla tropical. Y si esto fuera poco, que las leyes y principios de la bioenergética o de la ecología se podían violar cuando había dinero. Además, presenta a los científicos y tecnólogos (y nos concede agregar algunos empresarios) como una pandilla de idiotas que ni analizan, ni calculan, ni prevén hasta lo más obvio. Y si Parque Jurásico tiene problemas, las secuelas son horrorosas, es un repetir lo mismo hasta el cansancio, a pesar de los avances de la ciencia. ¡Puro espectáculo, pues!
Bueno, fue mi momento de odio y no me extenderé más. Todos estos antecedentes son un contexto para presentar una serie sobre dinosaurios (y otros bichos) que les recomiendo mucho, claro, desde la visión del no especialista y para un público interesado en estas bestias. Se trata de una producción de la BBC en colaboración con AppleTv. Y esto es importante que se mencione porque el primero tiene ideas para hacer divulgación y el segundo dinero y tecnología. Se trata de Planeta Prehistórico (AppleTv, 2022), una serie de apenas cinco episodios, narrados por David Attenborough, que muestra la vida de los dinosaurios y de otros que no lo son, a través de cinco ecosistemas principales.
Cuenta con la tecnología de animación digital más avanzada hasta ahora y esto refleja realismo, al grado de provocar en el auditorio (con una buena tele) una experiencia inmersiva. La narración de Attenborough es también un acompañante muy poderoso a la narración visual y le da credibilidad por ese solo hecho. Para quienes no lo conocen, David Attenborough es una de las principales voces en la divulgación de la ciencia; su discurso presenta la información científica disponible sobre los animales presentados y sus hábitats.
Es claro que el propósito es distinto al de una película hollywoodense, lo entiendo, pero aquí les hicieron mucho más caso a los expertos sin sacrificar el espectáculo, creando una rara combinación de goce estético con cierta dosis de información seria, la mínima para entender el momento y contexto sin ser un especialista.
Está contada con las mejores técnicas de storytelling, una forma narrativa muy eficaz para presentar información que se quiere compartir y que resulta muy adecuada en la divulgación de la ciencia. En este sentido, cada episodio, cada grupo de animales, se presentan como si de un cuento se tratara. Esto la hace muy atractiva para el gran público, sin tener que inventar peleas de campeonato ni humanos llegados por agujeros «espacio-temporales», chapucería muy usual en el cine de ficción que no es bien cuidado (lástima, Parque Jurásico se inscribe aquí).
Cada episodio tiene una duración de 40 minutos que se pasan volando. En cada uno de ellos nos presentan al grupo de reptiles representativos del bioma o de la época geológica, en realidad varios grupos por capítulo. No le temen a mostrar una explosión de colores y decorados de estos seres, que seguro debieron presentar, ni emplumar a quien la evidencia científica ha propuesto emplumar o hacerlo solo en una etapa de su desarrollo, lo que es el caso de los velociraptores y de las crías de los tiranosaurios. Tampoco se rehuye (y esto es genial) a mostrar animales de todo el mundo, incluyendo los que comparten nicho ecológico (equivalentes) en otras regiones del mundo.
Nos presentan una recreación (no es un documental técnico para especialistas) de cómo debió ser la vida de cada especie tratada, su comportamiento, función en los ecosistemas y devenir. Las imágenes, decía, son muy potentes y respaldan la narrativa de manera muy eficaz, incluso es una buena forma de aprender el lenguaje y poder de la divulgación narrativa.
Tanto la imagen, la música de Hanz Zimmer, como la voz de David Attenborough, generan un impactante acabado en toda la serie, la cual se va en un suspiro dejando a toda la familia con apetito de más. No renuncia al espectáculo, pero está guiada por información seria. Un ejemplo de muy buena divulgación. Estoy seguro que la gente que la mire tendrá montones de nuevas preguntas, por lo que la producción pone a disposición el sitio oficial de internet para ampliar la información, aunque desafortunadamente esta se encuentra, por ahora, solo en inglés, cosa que esperamos se corrija pronto.
Planeta Prehistórico debe verse en familia y los padres tienen que poner especial atención, ya que luego se quejan de que no pueden charlar con sus hijos pequeños, quienes parecen saberlo todo sobre los dinosaurios. Esta serie les dará herramientas para que no se queden en silencio cuando sus hijos hablen de sus monstruos favoritos.
Horacio Cano Camacho, Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología y Jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
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