Todos los que ejercemos de profesores hemos sufrido —o vamos a sufrir— ciertas crisis en donde nos cuestionamos fuertemente si somos «buenos» en nuestro oficio, aunque la definición de «buenos» puede variar mucho. Habrá quien considere que un buen maestro o maestra es quien resulte más elocuente, o más estricto, o más divertido. Tal vez quien logre inspirar a sus estudiantes para alcanzar ciertas metas o que continúen sus estudios a pesar de ciertas vicisitudes. En fin, en algún momento nos llega, o llegará esa crisis.
El asunto no resulta sencillo porque no obedece a un único factor, pues, además del conocimiento también está la capacidad de comunicación, las habilidades didácticas, cierto «carisma» o capacidad de resultar atractivo para los demás —en este caso el estudiantado—, logrando establecer empatía que puede ser usada para el logro de los objetivos de aprendizaje que nos proponemos. Pero hay otro lado, los propios estudiantes y su contexto. En los momentos más álgidos de la crisis sanitaria del Covid, muchos de nosotros nos «quebramos» al ver la respuesta de los estudiantes, sin pensar que eran víctimas, como nosotros, de la angustia, carencia de medios, falta de preparación, etc. y, al parecer, nos urgía regresar de manera presencial, pero ¿Para hacer qué? Y la respuesta de nuestros grupos sigue apuntalando nuestras dudas.
Muchos jóvenes se aburren mortalmente en clase y los profesores, en una suerte de martirologio, nos hemos convertido en máquinas de inventar procedimientos «divertidos», dinámicos… realmente en ocasiones no encontramos la puerta y nada parece funcionar.
Imaginen que una extraña teoría —del médico Finn Skårderud, psiquiatra del Comité Olímpico Noruego—, nos dice que el ser humano nace con un déficit en el nivel de alcohol en sangre de 0,05%. Según su «hipótesis», si cada día bebiéramos la cantidad de alcohol suficiente para corregir ese desequilibrio, rendiríamos mucho más y mejor, incrementando nuestra empatía y creatividad.
Pues en la película que ahora recomendamos, Otra ronda (Dinamarca, 2020. Drunk en el original) de Thomas Vinterberg, se parte de esta idea. Un grupo de cuatro profesores «cuarentones» lucha contra una epidemia de falta de interés en su trabajo, de los estudiantes que se aburren de lo lindo y lo peor, de ellos mismos que no logran establecer esa comunicación necesaria ni aportar creatividad a sus clases. Su trabajo, en una escuela preuniversitaria de Copenhague, resulta aburrido, mediocre y son incapaces de inspirar a nadie.
Un día, bebiendo una ronda de alcohol para festejar el cumpleaños de uno de ellos, se dan cuenta que un par de copas los han «vuelto divertidos» y sale a colación la Teoría de Skårderud. A partir de esa experiencia, deciden correr un experimento con ellos mismos como sujetos de prueba. Cada día beberán una cantidad de alcohol para mantener estable el nivel hasta llevarlo al 0,05% que se supone requerimos para ser buenas personas. Se afanan en ello y parece suceder el «milagro»: sus clases se convierten en divertidas, creativas, interesantes y todos parecen disfrutarlo, comenzando por ellos mismos.
El asunto es que con el alcohol se anda sobre la tablita, como con cualquier droga. El paso de tomarse una copa para «sentirse bien» y abusar, es realmente una línea muy tenue y en la pantalla sucede lo esperable, el extraño experimento se sale de control, con resultados muy dramáticos para todos.
Pero no se crean que estamos ante una fábula moral. Realmente lo que vemos en pantalla —y disfrutamos— es una comedia muy amarga que, si la vemos con cuidado, nos damos cuenta de que explora muchos aspectos. Para comenzar, la película muestra lo que se ha convertido en un problema nacional de Dinamarca, su relación con el consumo de alcohol. De hecho, la cinta comienza con una celebración escolar en donde el consumo excesivo de alcohol entre los muy jóvenes es una norma «bien vista» y celebrada por la sociedad (recuerden cada año a los spring breakers norteamericanos y sus émulos de clase media alta de casi todo el mundo, emborrachándose en México con el auspicio de sus padres), y no duda en mostrarnos el lado oscuro y hasta trágico de tal práctica.
Pero también es una visita a la masculinidad en crisis, a la soledad autoasumida. Los hombres no hablamos de nuestros problemas con nadie (no es de hombres, nos han dicho), de manera que nos vamos ahogando en nuestros miedos, limitaciones y vamos generando una crisis que algún día termina por estallar. El problema no es que las clases que estos profesores dictan deban de prepararse de tal o cual manera, el asunto es que los propios protagonistas reflejan en su trabajo la crisis en la que están instalados, en donde el efecto «liberador» del alcohol es solamente un refugio para cubrir su propia situación existencial.
El propio Skårderud ha comentado que la teoría que se le atribuye, en realidad es una lectura descontextualizada de una traducción que hizo del libro clásico de Edmondo de Amicis (el de Corazón, diario de un niño), Los efectos psicológicos del vino escrito en 1880 (Ed. Trea, 2017), en donde ya apuntaba las repercusiones contradictorias que el consumo de vino produce en la mente y comportamiento de los bebedores. Skårderud ha declarado que él escribió en el prólogo que «tras uno o dos vasos, todo va bien, nos creemos quizá que hemos nacido con un déficit de 0,5g». Esta frase fue mal interpretada por los lectores para justificar la ingesta de alcohol, pues en realidad «están restaurando el equilibrio que los lleva a sentirse bien». Skårderud fue consultor en la película que comentamos.
Realizar estudios sobre los efectos reales del consumo de alcohol es complejo porque, si bien es cierto que tal vez comprender los estragos del consumo excesivo y consuetudinario en personas con daños muy notorios resulta fácil, para el caso de personas que tienen un consumo moderado puede resultar menos evidente, puesto que analizarlos es un trabajo puramente de observación que puede ignorar, deliberadamente o no, muchas variables. Como en la película, que los profesores están convencidos de que el problema de la educación está únicamente en ellos, sin considerar la complejidad del tema y de manera errónea, se constituyen en un grupo que observará de manera totalmente sesgada solo una de las variables: el «carisma» del profesor. Así hemos llegado a ideas equivocadas sobre que el consumo moderado de alcohol es «bueno» para la salud.
Las observaciones ignoran que muchos de los sujetos de las muestras observacionales (población con altos niveles educativos y capacidad económica), suelen ser también personas que comen sanamente, realizan ejercicio y tienen rutinas de vida saludables por sí mismas, cuidan su salud y se hacen revisiones médicas frecuentes, de manera que realmente no se está midiendo el efecto del consumo bajo de alcohol. Estudios más sistemáticos, muestran que el consumo de alcohol es dañino en cualquier cantidad, por supuesto, se hace más evidente a medida que aumenta la cantidad y frecuencia.
Esas variables ignoradas en la mayoría de los estudios, generan interpretaciones sesgadas y llevan a la confusión en la interpretación de las observaciones. Existe mucha evidencia científica que indica que cualquier consumo de alcohol (incluyendo el moderado), está asociado al incremento en el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares y diversos tipos de cáncer. Por supuesto, estos riesgos se incrementan en el bebedor frecuente y en quien sufre de alcoholismo.
Si preguntamos a los amigos, todos parecemos tener muchas razones para beber alcohol. Sin embargo, en realidad estamos aprovechando el efecto sedante y ansiolítico, parecido al consumo de benzodiazepinas, al grado de convertirlo en una norma socialmente aceptada y hasta estimulada en el propio círculo familiar.
En dosis pequeñas, el alcohol nos anima porque anula los mecanismos inhibitorios del cerebro, entonces «nos sentimos bien», la percepción propia de nosotros cambia («tras uno o dos vasos, todo va bien…»), nos sentimos tranquilos, la tensión y los miedos se disipan y muchas de las preocupaciones momentáneas se desvanecen. Pero a la larga, el autocontrol desaparece y con ello los problemas, preocupaciones y miedos reaparecen y comienzan a surgir sentimientos negativos. A la larga, todo va mal y además del efecto muy tóxico del alcohol en nuestro cuerpo, la mente también sufre.
El alcohol es adictivo. Nuestra mente busca revivir las sensaciones agradables tras la primera experiencia con la bebida, el cuerpo se va habituando a concentraciones crecientes y el deseo del consumo constante de alcohol se incrementa. ¡Estamos en un serio problema!
Regresemos a la película. Decía que no es un rollo de moralina, no juzga ni tiene moraleja. Nos presenta un hecho muy habitual. No condena ni glorifica el consumo de alcohol, sino que nos pone ante escenas muy comunes donde seguro todos nos identificaremos. Nos obliga a reflexionar y a darnos cuenta que nuestra capacidad crítica es pésima. Analizamos —o creemos analizar— los problemas de manera muy parcial y asumimos dificultades complejas considerando variables únicas y muy fragmentadas, lo que nos lleva a buscar soluciones igual de parciales y sesgadas.
Otra ronda es una película muy agridulce de la crisis de la mediana edad y de un malestar que todos sentimos al mirar el mundo que hemos construido, el propio y el de nuestro alrededor. Lo que nos salva no es el alcohol, sino asumir el dolor con el soporte de la amistad, de la ayuda de los demás y de los expertos. La película está llena de melancolía y humor negro en el que muchos tal vez nos veremos reflejados.
¿El alcohol es el bálsamo para nuestro mal? Usted juzgue porque la película nunca nos lo dirá… En cualquier caso, la falsa Teoría de Skårderud es un espejismo.
Horacio Cano Camacho, Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología y Jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
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Adela Rendón Ramírez, PhD. Doctora en Bioquímica.Directora del Diplomado en Química Forense, SOMEFODESC. Coordinadora de Ciencia, Innovación y Tecnología en la Red Global Mx, Capítulo España.
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