Despierto una mañana cualquiera. Una voz cálida me da los buenos días y me dice que el baño está listo a la temperatura que me gusta. Mientras me aseo prepara café y pan tostado. Ya en la cocina me hace un resumen de noticias, me recuerda mis pendientes, incluso me adelanta algunas tareas: hoy es cumpleaños de la profesora X, ¿deseas que le mande saludos? ¿o prefieres algún presente?
En mi trabajo me alerta de que alguien llama a la puerta de casa y me muestra una imagen en tiempo real. Como es el señor de la paquetería, me permito mandarle un mensaje de voz para que vuelva más tarde…
Lo anterior pudiera ser parte de una película de ciencia ficción, pero en realidad ya está con nosotros. Y me refiero a un artilugio que podemos comprar en la tienda de electrónicos y vincular con nuestra cuenta de internet y de los sitios de compras. Se puede controlar desde este dispositivo las luces, el aire acondicionado, la despensa, las cerraduras de la puerta y cualquier aditamento de lo que ahora llamamos “casa inteligente”, es decir, puede pasar a formar parte de todo un “ecosistema” de dispositivos, cuentas y tareas domésticas.
El limite, por ahora, es la conectividad. Realmente, al menos en nuestro país, fuera de casa las posibilidades son muy reducidas, pero esto puede comenzar a cambiar y los comercios, los hospitales, los médicos, las tiendas de regalos y un larguísimo etcétera pueden conectarse en un futuro muy cercano.
Esto es genial. Confieso que me siento un poco raro hablándole a un artilugio como si lo hiciera con otra persona, pero el resultado, al menos en mis juguetes domésticos son bastante buenos y comienzo a mirar las posibilidades. Todo parece ir muy bien, ¿o no?
Si todo está conectado, todo es vulnerable, nos dicen los críticos de estas tecnologías. Hace unos meses circuló una noticia que daba cuenta de que uno de estos asistentes de los que hablo, comenzó a registrar las conversaciones privadas de la casa donde estaba y luego los mandaba en forma de mensajes de texto a alguno de los nombres que reconocía de los contactos… todo quedó en una anécdota un tanto bochornosa para los dueños y la promesa de investigar por parte del fabricante, pero dio combustible a quienes ven en la tecnología domótica una invasión muy peligrosa de la privacidad y una puerta de entrada para el control de la sociedad.
En esas estaba la tarde fría y lluviosa de este domingo cuando localicé una película en esos sistemas de streaming que están entrando a formar parte de este control doméstico. De hecho, le pedí a mi accesorio que me buscara una película reciente de Andrew Niccol y fue la que me propuso… Y se lo pedí así, verbalmente. El artilugio me respondió: “en mayo del 2018 se estrenó Anon, ¿deseas verla?”, le digo que sí y comenzó la función. De vez en cuando le pido que suba el volumen o lo baje o haga una pausa para las palomitas. Esas tengo que pararme a prepararlas, pero un día…
Andrew Niccol es un cineasta de Nueva Zelanda que se dedicaba a crear comerciales hasta que saltó a la fama como guionista en Hollywoon. Sus textos fueron muy bien acogidos y llevado al cine por famosos como en La terminal, The Truman Show, El señor de la guerra, Simone, etc. En 1997 cobró fama como director de la película GATTACA, una distopía centrada en la ingeniería genética en una sociedad futura. Precisamente, preparando una presentación que haré en breve sobre esta película es que le pedí a mi aparato sorprendente, la recomendación que me llevó a la más reciente entrega de este director.
Niccol ha tenido como director una carrera irregular, con películas buenas, a secas y algunos bodrios. Pero podemos trazar una tendencia o por lo menos un estilo en su quehacer. El impacto de la tecnología en la vida de la gente. Y es una visión pesismista. Su visión y muchos de sus temas fueron retomados luego por Black Mirror, la serie anti tecnológica que ya hemos comentado en Saber Más.
En Anon (Gran Bretaña, 2018), Niccol retoma el hilo, pero ahora se va al poder negativo de las redes y la electrónica “wereable” o computación corporal o para vestir, como también se le ha llamado y que nosotros identificamos fácilmente con relojes, teléfonos celulares muy recientes y algunos otros cacharros que buscan hacernos la vida ¿más fácil? Pero en Anon, que la película usa como contracción de anonymous (anónimo), la computación vestible se va al extremo.
Estamos en un futuro en dónde la conexión a la red no es a través de interfaces físicas, es el cerebro mismo. Esta idea no es nueva ni original, William Gibson la propuso en su novela Neuromante, y uno de los libros fundadores del Cyber Punk (1984). En este libro el ciberespacio (acuñado por Gibson aquí) es un lugar virtual en donde los cerebros de los hackers se conectan y navegan en la búsqueda de secretos industriales.
En Anon es el estado, a través de corporaciones no muy bien definidas quien controla el ciberespacio. El propósito de este control es positivo, al menos en apariencia. Los ciudadanos comparten información en tiempo real, reconocen personas, obtienen información de ellas, buscan productos, contactan personas, pero también dejan una huella que el estado usa como un medio para controlar los aspectos negativos como el crimen o las fallas laborales.
Todo este mundo idílico entra en crisis cunado surgen ciudadanos anónimos que son capaces de borra sus huellas a los ojos de los demás. Esta suerte de fantasmas intentan ocultar sus vidas del ojo del poder aunque no está claro por qué o para qué. Por supuesto no faltan fantasmas con propósitos aviesos, borra los “errores” o las “fechorías” de otros, quienes contratan a los anónimos más avezados para borrar sus metidas de pata, una infidelidad, la compra o consumo de una sustancia ilegal o de plano un crimen.
Hasta allí todo es asunto de la policía que usa esas mismas redes para bucear en la vida de todos y descubrir a los anónimos… hasta que el sistema se percata del verdadero peligro del anonimato: la perdida de control. Entonces se involucra y el hacker travieso pasa a ser un enemigo del estado.
No pretendo contar la película, es una visión extrema de la perdida de la privacidad que la tecnología parece anunciar –a los ojos de muchos- y encaja muy bien en el estilo de Andrew Niccol. Una película muy bien hecha, con actuación destacable de Clive Owen como protagonista central de la historia, acompañado de una muy guapa, aunque insípida Amanda Seyfried en el papel de una “anónima”.
La estética de la película también recuerda mucho trabajos anteriores de este directos y su predilección por el minimalismo y una huida de los superfluo en todo, los edificios, la ropa, la música y las propias actuaciones. Un amante del brutalismo de Paulo Mendes da Rocha disfrutará mucho las construcciones representadas por formas desnudas, láminas de cemento y hormigón que subrayan los elementos funcionales de los edificios, los muebles, las calles. Muy impresionante en este sentido y que ya se había adelantado en 1997 en Gattaca.
Los autos y la ropa también tienen un dejo “retro” típico de Niccol. Pero la fotografía no logra ocultar ciertas fallas de origen En su afán de destacar los peligros de la tecnología en la privacidad se pierde en profundizar en una reflexión más seria. Todo es demasiado fácil, tanto el control social, la investigación policiaca como los motivos, un tanto absurdos, de los protagonistas. Olvidar, ocultar deliberadamente o tratar de cambiar pasados penosos son actitudes completamente humanas y no requieren de la tecnología…
De cualquier manera, la película es un pretexto para reflexionar en torno a la vulnerabilidad de las redes y las conexiones. Bueno, le pido a mi HomePod que me busque fotografías de edificios de Mendes da Rocha para ilustrar esta nota…
Horacio Cano Camacho, Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología y Jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
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