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A raíz de ciertas limitaciones (biológicas y culturales) en el ser humano, la percepción de la realidad no puede darse en forma directa ni completa. De acuerdo con posturas neurocientíficas y semióticas, el objetivo de este artículo es mostrar que la percepción de la realidad nunca es plena, sino fragmentada, aproximativa y en forma de modelos cognitivos. Para ello, es necesaria la vinculación de procesos biológicos y procesos culturales. En consecuencia, la realidad percibida estará conformada por actividad neuronal y por la experiencia cultural del sujeto percibiente. A pesar de la enorme distancia entre la realidad y nuestra percepción de ella, esos modelos cognitivos son una base que nos guía en la vida.
El ser humano (y tal vez otros animales también) piensa que el universo o la realidad (esa multitud de cosas con las que se enfrenta cotidianamente, incluidos otros seres humanos y otras formas vivientes) es algo que puede leerse, es decir, algo que puede dotarlo de sentido. El contacto con los objetos materiales ofrece un conocimiento, al parecer, inmediato: podemos, por ejemplo, calcular el peso de una piedra, suponer su textura o su dureza, etc., con solo verla. Pero, ¿es realmente que tenemos acceso a un conocimiento directo de esta manera descrita?, ¿esto pasa únicamente con la materialidad?, ¿qué decir de la virtualidad en la que se presenta parte de la realidad actual? Resulta obvio que no podremos responder plenamente a cualquiera de las tres preguntas, sin embargo, trataremos de proponer una posible salida un tanto satisfactoria.
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Por varios siglos, existió una afirmación que cubrió gran parte del conocimiento occidental; se trata de la frase latina (aunque se usó desde el tiempo de los filósofos griegos antiguos) «Veritas est adaequatio rei et intellectus». Su interpretación nos habla de que la verdad («veritas») consiste en una concordancia («adaequatio») entre el objeto («rei») percibido (por cualquier sentido) y el pensamiento o idea («intellectus») de ese mismo objeto; en otras palabras, si vemos un perro, tendremos una idea que es exactamente igual a ese perro y, por lo tanto, asumiremos tener un acceso directo y verdadero con la realidad. Parece ser un argumento prácticamente irrefutable: si veo un perro, efectivamente, tengo una idea exacta de ese perro en mi pensamiento y no de otra cosa diferente.
A partir de varias perspectivas teóricas (principalmente, dentro de las neurociencias, o las ciencias que estudian el funcionamiento del cerebro, y la semiótica, o la disciplina que se encarga del estudio de los signos en una cultura), se ha descubierto que esto no es así: si veo un perro, construyo algo en la mente que «parece» ser ese perro, pero que, en definitiva, no lo es. ¿Esto quiere decir que vivimos en una realidad aparte, llena de distorsiones como en un sueño? No, definitivamente, no.
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Para tratar de salir de este laberinto, debemos empezar por hablar de nuestros sentidos. Existen ciertos rangos en los que funciona cada una de esas ventanas a la realidad. Dentro del espectro electromagnético (el conjunto de todas las radiaciones de energía), por ejemplo, se encuentra un pequeño fragmento en el que opera nuestro sistema visual. La luz se dispersa en diferentes longitudes de onda (distancia entre un pico y otro de una onda). Así, los rayos ultravioleta, en el extremo inferior del espectro, circundan una longitud de onda de 10-8 metros y los infrarrojos, en el extremo superior, van de 10-4 a 10-3 metros. El ojo humano solo puede percibir frecuencias entre 4-7 y 7-7 metros. Notemos que queda fuera mucho que no podemos ver. Lo mismo pasa con el resto de los otros sentidos: no pueden funcionar fuera de ciertos límites restringidos. Esto nos coloca en una situación en la que no podemos percibir todos los detalles de los elementos de la realidad.
En correspondencia con lo anterior, nuestra capacidad cognitiva (de pensamiento), aunque parece impresionante, también se encuentra dentro de determinados cercos: no podemos saber todo de algo. Claro que esas fronteras no son definitivas, pues con el paso del tiempo se expanden y, por supuesto, se contraen. Si lo anterior fuera poco, debemos pensar que las teorías del conocimiento, científicas o de otra índole, solo son aproximaciones acerca de su campo de estudio: no hay una teoría que aborde con plenitud algún aspecto de la realidad, fenómeno natural, filosófico, etc. Estos primeros argumentos atentan contra la anterior máxima latina.
Ahora bien, es momento de hablar, en forma muy sucinta, de lo que pasa dentro del cuerpo al momento de la percepción.
Cuando alguna terminal nerviosa asociada a un sentido cualquiera, entra en contacto con un estímulo (un sonido, una superficie, un aroma, un sabor o una imagen), ese contacto se transforma en señales bioeléctricas (vista, oído y tacto) o bioquímicas (gusto y olfato). Estas señales arriban al cerebro para activar las neuronas correspondientes a cada sentido mediante pequeñas descargas, también de tipo bioeléctrico. Si entendimos bien, el estímulo original —que pudo ser un perro, el sonido de una campana, la sensación de calor, un sorbo de café o el aroma de un perfume—, al «entrar» en nuestro cuerpo, abandona su forma original para pasar a otra completamente diferente, a saber, como actividad neural del sistema nervioso, en general, y del cerebro, en particular.
Ahora bien, de acuerdo con la teoría del neurocientífico Antonio Damasio, la conexión entre neuronas permite la formación de una imagen mental que guarda cierta relación con el estímulo original. Este científico ha realizado múltiples experimentos con macacos y ha descubierto que es posible «descubrir en la corteza visual de un mono una fuerte correlación entre la estructura de un estímulo visual —pongamos por caso una cruz o un círculo— y el patrón de actividad que evoca en las cortezas visuales» (2015, p. 118). Es decir, si lo percibido es un círculo, la actividad neuronal en la corteza visual será como una especie de luces que reproducirá el contorno del círculo. Debemos aclarar que esa actividad de las neuronas en el mono no es muy diferente a la que ocurre en el cerebro humano.
Por otro lado, el término ‘imagen mental’ no se reduce al ámbito visual: cualquier estímulo se transformará en una imagen relativa al sentido que lo percibe, es decir, habrá imágenes auditivas, táctiles, gustativas y olfativas, además de las visuales. En concreto, Damasio afirma: «El conocimiento objetivo que se requiere para el razonamiento y la toma de decisiones llega a la mente en forma de imágenes», a partir del contacto directo con cualquier estímulo o mediante el recuerdo (2019, p. 147). ¿Qué quiere decir todo esto? Que la materialidad del estímulo se transforma en una construcción subjetiva (mental) que reproduce, a partir de descargas bioeléctricas, solo algunos rasgos del primero. Esa imagen mental es únicamente accesible para el sujeto percibiente. Por la complejidad de esa imagen, podemos considerarla como un modelo cognitivo.
Vamos a tomar un pequeño ejemplo para explicar de mejor forma qué es un modelo cognitivo. Como sabemos, el mundo pasó por una pandemia que se extendió por un poco más de dos años. Una forma (no siempre segura) para evitar contagios en lugares públicos, fue la instalación de filtros sanitarios; en concreto, una persona encargada de un puesto usaba un termómetro de rayos infrarrojos y ofrecía una descarga de sanitizante de un dispensador. Tomaremos como objeto el termómetro, de forma particular, tres señales que emite: el sonido (o «bip») que indica el registro de una temperatura, el color verde en la pantalla y el número de grados de la lectura. En nuestro caso, cada una de esas tres señales corresponderá a una lectura que ronde, digamos, entre los 36o y los 37.5o centígrados. Una persona A que pase por ese filtro, percibirá únicamente el sonido, el color verde de la pantalla o el número de la temperatura, no más de una de esas señales. El significado (sin importar la señal percibida) indicará las siguientes posibilidades: «temperatura-aceptable», «no-COVID» (aunque lo tenga), «acceso-permitido», «no-amenaza», «saludable», «responsable», entre otras. El efecto sería similar para otras personas que estuvieran cerca de A: la tomarían como alguien que puede, hasta cierto punto, compartir el espacio público. En caso contrario, si el sonido es de alarma, el color de la pantalla es rojo o si la lectura es superior a los 37.5o centígrados, las posibilidades serían: «temperatura-no-aceptable», «COVID» (aunque no lo tenga),
«acceso-denegado», «amenaza», «enfermedad», además de «irresponsable». Es de entender que habría fuertes protestas si la persona encargada le permitiera entrar al sitio. Veamos cómo una simple señal despliega un conjunto de significados y, por supuesto, de reacciones.
Los resultados que presentamos son de una complejidad enorme: van desde aspectos biológicos (relacionados con la percepción) hasta culturales (todos los posibles significados y acciones tomadas). Es por esta razón que decimos que el contacto con la realidad ocurre, más que a través de imágenes mentales, mediante modelos cognitivos, es decir, esquemas complejos y aproximativos de la realidad que, a pesar de sus limitaciones, contienen cierto conocimiento de dicha realidad: son la base y la guía para tomar decisiones y crear argumentos en torno a un determinado fenómeno. Además, de acuerdo con esta idea, la realidad que percibimos siempre estará fragmentada: solo nos será posible acceder a algunos de sus aspectos, no de su totalidad. Así, siempre estaremos muy lejos de la verdad en sí, pero esto nos fuerza a seguir intentando.
Para Saber Más:
Damasio, A. (2015). Y el cerebro creó al hombre. México. Destino. https://www.rimana.ec/wp-content/uploads/2018/06/Damasio-Antonio-y-el-cerebro-creo-al-hombre.pdf
Damasio, A. (2019). El extraño orden de las cosas. Madrid. Ariel.
Arturo Morales-Campos. Facultad de Letras, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
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