Sensibilizarnos para el consumo responsable
El capitalismo nos ha educado, a su modo y forma, para el consumo irreflexivo y voraz. No importa si afecta nuestra salud y la del medio ambiente, el fin último es consumir. Comprar se ha vuelto un acto automatizado, desprovisto de toda relación social. Nuestros sentidos son manipulados para que compremos cuanto producto sale al mercado. Cantidad de mensajes publicitarios tratan de convencernos de que comprar nos hace felices. Como si tuviéramos una venda en los ojos salimos al encuentro con la base de nuestra salud: la alimentación. Y no es que no pensemos lo que vamos a comprar, sino que lo hacemos en función del «juego» económico que promueve el consumo fácil y rápido.
Poco o nada conocemos de lo que hay detrás de cada producto que adquirimos. Si consideráramos que la salud depende del acceso a alimentos sanos y de calidad, nos interesaríamos en ellos. ¿Acaso nos preocupa saber en qué condiciones se producen? Uno de los aportes de la economía solidaria frente a la producción de alimentos, reside en su interés social y ambiental. No está guiada por el afán de lucro, sino por la búsqueda de bienestar hacia las personas. Que lo que compremos sea producido sin afectar la salud humana y la del medio ambiente, debería ser uno de los criterios de nuestra elección. Dicha elección habría de darnos las razones para saber que quienes participan en el proceso reciban una remuneración justa por su trabajo.
Dime a quién le compras y te diré que tan solidario eres
Comprar es más que adquirir un producto, es hacer parte de una amplia red de la que también somos responsables. No se trata de cambiar dinero por bienes para el consumo, tampoco es un simple intercambio, hay más elementos implicados. El consumo responsable nos lleva a reflexionar en torno al valor de lo que obtenemos. Los valores sociales y ambientales no pueden confundirse con los costos, aunque también a ello le demos sentido en nuestra compra. Cuestionar el qué comemos no solo define nuestra salud y nutrición, sino que es un tema que vas más allá de lo observable. Cuestionar a quién y por qué le compramos nos provee de criterios útiles para una elección con sentido solidario. Al comprar nos hacemos tan responsables como aquel que produce, de ahí la importancia de la elección. Cuando nuestro vínculo con el producto incluye relacionamiento con el productor se va cerrando la brecha que separa a uno del otro. Ello va haciendo que se construyan relaciones de proximidad, de confianza y de conocimiento mutuo, lo que abre el camino para que las relaciones solidarias emerjan.
Al comprar a productores alternativos, aquellos que autónomamente integran a sus familias al trabajo, nos convertimos en aliados de los beneficios de esa otra economía. Preguntarnos por el sentido ético de lo que estamos consumiendo es en sí mismo un acto solidario, porque al comprar solidariamente a quienes con su esfuerzo se ganan la vida, asumimos intrínsecamente un compromiso social. No es lo mismo comprar en el supermercado y grandes tiendas, que comprar en un tianguis o directamente a quien produce. No es igual porque la riqueza generada se queda en la región haciendo que muchas familias se vean beneficiadas. El intercambio directo con quien trabaja la tierra, transforma materias primas o distribuye justamente los bienes de otros, otorga valor al trabajo. Esto permite que las posibilidades de obtener una retribución justa para aquellos que están detrás de cada producto sean mayores. Al dignificar y apoyar el trabajo autónomo se genera riqueza social. Al producir a baja intensidad la naturaleza asume un rol central de integradora de los procesos productivos. La solidaridad no invade ni destruye, sino que integra y transforma.
Comprar solidariamente no solo nos enseña sobre las relaciones económicas, sino sobre los valores sociales y culturales alrededor de la alimentación. Nos muestra el rostro de una relación que pareciera desprovista de cuerpo y sentimiento. Necesitamos transitar a una relación distinta con los alimentos, y ello incluye a quienes los producen. Aprender a ser solidarios implica comprender los procesos, los ritmos y circunstancias que rodean una actividad tan valiosa para la humanidad. En la vivencia del consumo responsable está la base del aprendizaje frente a la solidaridad.
¿Por qué los huertos urbanos suponen una forma de educarnos para la solidaridad económica?
Sembrar nos conecta con la tierra que es a la vez dadora de vida. Sin alimentos no podríamos vivir como humanidad. Desde los mismos orígenes del ser humano, la alimentación está íntimamente ligada a nuestro devenir en el mundo. De allí que sembrar en la ciudad es, en sí mismo, un acto de resistencia y solidaridad. Los huertos urbanos interpelan la separación artificial que se ha ido construyendo entre campo y ciudad. No podemos olvidar que la vida en las ciudades depende de lo que pasa en el campo. No solo nos provee de alimentos, también de agua, aire y un conjunto de bienes que son fundamentales para vivir. Por eso los huertos, como expresión del campo en la ciudad, nos enseñan el inmenso valor que reside en la alimentación como base para la supervivencia.
Los huertos adquieren vida social en tanto se aprovechan espacios comunes y se configuran procesos de colaboración. Cuando familias y grupos de vecinos se reúnen en el huerto, desafían la separación que promueve la industria alimentaria. Alimentarnos consciente y responsablemente constituye, entonces, un acto colectivo y relacional. Cuando se habla del quehacer colaborativo se entiende que en el huerto no existen jerarquías, niños y adultos, trabajan en un objetivo común.
En el huerto no hay espacio para dejar de hacer, pues la vida no da espera. El huerto enseña que la reproducción de la vida es más fácil si se piensa de manera colectiva. Prosperan, se adaptan y dan mejor resultado los policultivos que los monocultivos. La milpa es un buen ejemplo para pensar la solidaridad. El maíz, el frijol y la calabaza, por ejemplo, forman una relación natural de complementariedad donde uno existe gracias al otro. El huerto enseña que la reciprocidad entre especies, tal como sucede entre humanos, es una estrategia que refuerza los vínculos sociales. Muestra las diferentes etapas de la vida y, por lo tanto, exige diferentes cuidados para cada una. El huerto enseña a cuidar y procurar, a gozar y disfrutar. Pero también, sabiamente, enseña a enfrentar las dificultades acompañados por y con los otros, enseña a poner los límites en el momento y espacio precisos. Nos enseña a soltar, a decir adiós al ver la vida y la muerte en nuestras manos. Nos enseña que la muerte, es también dadora de vida.
Uno de los grandes retos de la educación para la solidaridad económica reside en la conformación de actitudes y comportamientos que persigan este objetivo. El huerto, acerca a las personas a los procesos de los que se les ha alejado. Configura nuevas características propias de la solidaridad económica al tejer vínculos entre las personas, la tierra y los alimentos. Ejemplo de ello es la confianza y convivencia con los otros y el acompañamiento vivido durante el proceso. Participar del huerto anima el compromiso que cada persona, familia y comunidad adquiere frente a la reciprocidad como valor social.
La producción de alimentos necesita de la alianza entre manos, pensamiento y tierra. Es una suerte de relación socionatural de gran impacto. El huerto otorga el privilegio de elegir lo que se quiere comer y cómo será producido. Cuando alguien se acerca al huerto, sea cual sea el motivo, se vislumbran posibilidades de aprendizaje. Es inmensa la satisfacción de consumir el fruto del propio trabajo. Puede que no se coseche todo lo necesario para vivir, sin embargo, nuestro contacto con los huertos nos da la sensación de estar contribuyendo con el bien común. Algo que difícilmente sucede para quien depende exclusivamente de las compras.
La producción de alimentos para autoconsumo, finalidad primordial del huerto familiar/comunitario, constituye un valor no monetario, de allí su relación con la solidaridad. Los huertos así vistos son parte de una construcción social y cultural como generadores de confianza, creatividad y empatía. Tales cuestiones que no se pueden comprar, pero sí sembrar y cosechar. Recorrer las raíces del saber que nuestros antepasados trazaron en su relación con la tierra y los alimentos es parte de nuestro caminar. Un estilo de vida saludable y sustentable puede hallarse en estas prácticas ancestrales. Y si bien mucho se habla sobre la importancia de la seguridad y soberanía alimentaria, el reto está en llevarla a la práctica.
Para Saber Más:
Calle A., Mena J., Beaulieu M., Urbina P. y Hachler P. 2019. Agricultura Urbana. Un paso hacia una ciudad sostenible. Leisa Revista de Agroecología, 3, 11-18. http://leisa-al.org/web/images/stories/revistapdf/vol35n3.pdf
Gonzáles M. 2011. Economía social para la vida. Desafíos a la educación. Decisio, 29, 3-9. https://www.crefal.org/decisio/images/pdf/decisio_29/decisio29_saber1.pdf
REAS-EUSKAD. 2009. Consumo responsable y economía solidaria. https://www.economiasolidaria.org/sites/default/files/3.%20Texto_6%C2%AAsesion_0.pdf
María Guadalupe Banderas Chávez, Licenciada en Nutrición Humana por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Estudiante Maestría en Ciencias en Producción Agrícola Sustentable en el Instituto Politécnico Nacional.
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Diego Mauricio Montoya Bedoya, Profesional en Planeación y Desarrollo Social. I.U.C.M.A (Colombia). Maestro en Ciencias del Desarrollo Local. Facultad Economía de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
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