Misioneros jesuitas del siglo XVIII: Plantas útiles de las Californias

Escrito por Josué Jacob Martínez-Noguez y José Luis León de la Luz

Imagen de 12019 en Pixabay

Las más antiguas evidencias de poblamiento humano en la península de Baja California datan de al menos diez mil años. La subsistencia de los grupos humanos autóctonos del territorio estuvo íntimamente ligada al conocimiento y uso de su entorno biológico inmediato, en el que las plantas silvestres cumplieron un papel de enorme importancia, baste pensar en las necesidades de orden alimenticio y terapéutico, así como de otras no menos importantes relacionadas con la construcción de refugio y vivienda, manufactura de herramientas de diversa índole (caza, pesca, colecta de frutos, armas), atuendos y artículos de uso ceremonial.

En términos generales, se ha considerado que anterior a la llegada de los europeos, los naturales peninsulares continuaban viviendo como lo habían hecho por miles de años atrás, en un desarrollo cultural de cazadores-recolectores seminómadas, ya que no existen evidencias sobre la implementación de cultivos. También, es importante considerar que el reforzamiento de los lazos familiares, la vecindad de clanes y los acuerdos sobre el aprovechamiento de los recursos silvestres, dieron lugar al desarrollo de un sentido de pertenencia grupal, que de forma amplia se expresaron como las distintas naciones que se reconocen a través del territorio de la península de Baja California, en donde los grupos podían desplazarse con cierta libertad dentro de su territorio de adscripción en función de la disponibilidad estacional de alimentos, siendo también la pesca ribereña, o «playana», una importante actividad de sustento. Al momento de la llegada de los primeros misioneros, se ha estimado que la población indígena de todas las naciones se encontraba compuesta entre 45 y 60 mil individuos.

Después de algunos intentos fallidos de colonizar el territorio de la península de Baja California, a partir de su descubrimiento en 1533, hacia finales de 1697 desembarca en la costa de la hoy ciudad de Loreto, el misionero jesuita Juan María de Salvatierra, acompañado de un puñado de soldados y amerindios continentales para fundar la primera de las 18 misiones que se establecieron dispersamente en la península, en donde la orden permanecería por 70 años. El propósito de estos misioneros fue la integración cultural de los grupos indígenas al modo de vida español, donde el cambio hacia la fe católica representó el principal objetivo y este, a su vez, dio lugar a otros cambios de orden existencial, el más importante fue el aseguramiento alimenticio a través del sedentarismo en los pueblos misionales, y al desarrollo de una limitada actividad agropecuaria en los denominados oasis peninsulares.

Ilustración del padre jesuita Ignacio Tirsch hacia 1770 que delinean la vida alrededor de las misiones jesuitas australes, modificada por
Josué Jacob Martínez-Noguez. Los autores acreditan que la ilustración es una imagen sin restricciones de uso público.

Desafortunadamente, el profundo conocimiento respecto al uso tradicional de las plantas silvestres en la cosmovisión indígena se perdió casi completamente, solo algunos misioneros se acercaron a tratar de comprender el aprovechamiento que los naturales ejercían sobre el entorno biológico, y que de manera limitada tenemos conocimiento hoy día. Las principales fuentes de acceso proceden de narrativas de los misioneros jesuitas Juan Jacobo Baegert, Miguel del Barco, Francisco Xavier Clavijero y Echegary, así como de las valiosas ilustraciones del padre Ignacio Tirsch, que en su conjunto delinean una visión de la California peninsular antigua.

Después de la expulsión de los jesuitas en 1767, se permitió el ingreso de otras órdenes religiosas y de colonos civiles para desarrollar poblaciones a lo largo de la península, particularmente donde ya existían las misiones jesuitas. Los nuevos colonizadores, procedentes de distintas regiones de la Nueva España, y luego de México, trajeron consigo sus propios rasgos culturales, muchos de los cuales tuvieron que modificarse, o readaptarse, acorde a las condiciones existentes en cada asentamiento. De su interacción con el ambiente natural, surge la necesidad de distinguir determinada clase de plantas, el grupo aprovechable, o inocuo, del no conveniente. Al mismo tiempo, se aplican juicios de denominación y utilitarios de diferente procedencia, ignorando los autóctonos, la mayoría de los cuales se perdieron tanto por el desinterés, como por la masiva mortandad de los naturales debido a las enfermedades importadas, mismas que azotaron a sus poblaciones desde el arribo misional y, posteriormente, al de los colonos, al grado que hacia la entrada del siglo XIX, la población nativa ya había colapsado.

Pitaya agridulce en flor y fruto. Fotografía: José Luis León de la Luz
y Josué Jacob Martínez-Noguez.

Plantas útiles para los nativos californios

Misioneros y colonos se encontraron ante un panorama completamente distinto a lo que ellos acostumbraban en otros sitios de la Nueva España: plantas con formas exóticas y repletas de espinas que describieron en sus narrativas, como el bizarro cirio, el palo adán y las numerosas formas de cactáceas. Fue admirable encontrar plantas capaces de resistir la dureza del medio, la sequedad y las elevadas temperaturas, pero lo más asombroso fue que los nativos encontraran su sustento en ellas. Los misioneros relatan que los principales frutos consumidos por los sudcalifornianos eran los zalates, zapotes (bayas) y garambullos, pero el más importante de todos eran las pitayas, que se dividían en dulce y agridulce, consideradas ambas como los frutos de mejor gusto en toda la California, además de ser los alimentos de temporada más importantes para los nativos por el reforzamiento de lazos familiares y con los clanes vecinales, pues la cosecha de este alimento propiciaba festividad y convivencia entre los poblados, siendo un periodo de reposo que permitía aligerar el esfuerzo de la subsistencia que diligentemente realizaban la mayor parte del año.

Los misioneros también encontraron semillas de buen sabor, como la almendra de la ortiga y la semilla del ciruelo silvestre que eran incluso compradas a los nativos para su consumo; pero no todos los frutos o semillas consumidos por los indígenas fueron bien recibidos, ya que la tuna, pimientilla y el guiguil se consideraban de gusto desagradable. Vale la pena destacar que entre las naciones nativas había distinción en el conocimiento y uso de las plantas, ejemplo de ello es que se sabe que los indígenas Cochimíes no se alimentaban del fruto de la cacachila, pues era considerada nociva, en cambio, en la nación Pericú, se comían la pulpa del fruto y desechaban la semilla que provocaba daños en la motricidad de quien la consumía. Durante la temporada de lluvias también era común encontrar en abundancia plantas herbáceas como los talayotes, verdolagas y bledos, las cuales eran consumidas frescas o hervidas.

No todo el año podían encontrar alimento, por lo que los nativos preparaban algunos frutos de temporada a manera de conservas, como la pulpa del cardón y de pitayas; mientras que, de plantas como el palo verde, el guaje y el san miguelito, se tostaban sus semillas para molerlas y preparar harinas que incluso podían almacenar para los periodos de escasez. Con la llegada de los europeos, los indígenas comenzaron a utilizar utensilios básicos que, anteriormente, ellos elaboraban burdamente, o no conocían, como las ollas de barro con las que comenzaron a cocinar y a preparar sus alimentos.

Sin embargo, los misioneros señalan que a excepción de los «playanos», para quienes su principal sostén era la pesca, los nativos no habrían sobrevivido sin el aprovechamiento de mezcales, los que preparaban tatemándolos bajo el suelo y que, además, eran fuente de fibras para la elaboración de cordeles, redes, bolsas y cestos. También aprendieron de los nativos como tratar algunos malestares físicos con el uso de la jojoba para mejorar la actividad intestinal, la raíz del tabardillo para las fiebres, mientras que los emplastes de la carne del cardón y de la cáscara del palo blanco eran usados para tratar heridas y llagas.

Metates y tejolotes en paisaje sudcaliforniano con semillas de jojoba y san miguelito.
Fotografía: José Luis León de la Luz y Josué Jacob Martínez-Noguez.

Ante el escenario de pocos árboles potencialmente útiles para la construcción y uso de combustible, tuvieron que buscar aquellos que pudieran brindarles el uso deseado. En este sentido, los guatamotes y hojas de palmas se utilizaban para techumbres rústicas. Los troncos de las palmas, al ser rectas y fuertes, fueron usados como vigas en muchas construcciones, además del uso de pinos, sauces y güeribos, siendo maderas estimadas y agradables porque podían trabajarse, pero de difícil extracción ya que debía moverse desde los cañones en las serranías en regiones de Loreto y Sierra de la Laguna. El primer barco construido en tierra peninsular, el «Triunfo de la Cruz», fue construido con madera de güeribo, traída desde la serranía hasta la costa. Los encinos y el palo blanco también fueron usados para la construcción, el último de estos, también fue usado por los neófitos cristianos para la ebanistería y curtiduría, al igual que la uña de gato. Por otro lado, la pesada madera de los mezquites y palo fierro fue combustible insustituible para calcinar piedra caliza y conchas, así como para elaborar cal utilizada en la construcción.

A partir del uso que los indígenas daban a algunas plantas, se abrió la oportunidad de brindarles otros propósitos, como las resinas que se extrajeron para calafatear canoas y embarcaciones a partir de la resina de copal y del palo brea, o inciensos aromáticos para las iglesias. También comenzaron a usar plantas con propiedades para teñir encarnados, como el palo de Brasil y el mezquitillo, el uso del huizache para crear tinta para escribir y la parra cimarrona para la creación de vinagre.

Grupos de amerindios llegaron con los colonizadores, añadiendo nuevo conocimiento al uso de la flora peninsular, como ocurrió con los palmitos (meristemos apicales de las palmas) que fueron de tal agrado a los nativos californios y españoles, que llevaron a desaparecer extensiones de palmares, ya que para extraerlos es necesario derribar el árbol. Además, la indispensable cestería consistió en la manufactura de coras, bateas o cestería tejida, basada en el uso de plantas como los tules, pero con la llegada de grupos Yaquis aprendieron también la elaboración de canastas, sombreros y diversas herramientas a partir del carrizo y de ciperáceas diversas.

 

El cultivo de plantas extranjeras

Los misioneros implementaron sistemas de cultivo en huertas asociadas a los oasis de especies imprescindibles como maíz y trigo, sin faltar los cítricos (limón, naranjas y toronjas) y los invaluables aguacates, calabazas, higos, mangos, sandías y uvas dulces, las cuales fueron bien recibidas por la tierra californiana, mismas que hoy en día constituyen una importante zona de producción de cultivos orgánicos. Mención especial a la palma datilera, hoy en día una planta icónica de la península. 

 https://pixabay.com/es/photos/desierto-california-cactus-paisaje-1005654/

Para Saber más: 

Baegert, J.J. (2013). Noticias de la península americana de California. Elizabeth Acosta Mendía (ed.). Archivo Histórico Pablo L. Martínez, La Paz, B.C.S. http://www.archivohistoricobcs.com.mx/files/libros/pdf/NoticiasDeLaPeninsulaAmericana.pdf

 

Clavijero, F.J. (1852). Historia de la Antigua o Baja California. Juan R. Navarro (ed.). México. https://www.cervantesvirtual.com/obra/historia-de-la-antigua-o-baja-california/

Del Barco, M. del. (1973). Historia natural y crónica de la Antigua California. Miguel León-Portilla (edición, estudio preliminar, notas y apéndices). Universidad Nacional Autónoma de México. https://historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/141a/historia_natural.html

 

Josué Jacob Martínez-Noguez. Estudiante de Doctorado en el posgrado en Uso, Manejo, Preservación de los Recursos Naturales del Centro de Investigaciones Biológicas del Noroeste.

Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

 

José Luis León de la Luz. Investigador del Herbario Anetta Mary Carter del Centro de Investigaciones Biológicas del Noroeste.

Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.