La ciencia en el cine

El niño que domó el viento: la curiosidad como energía renovable

Escrito por Horacio Cano Camacho

El niño que domó el viento: la curiosidad como energía renovable

 

LA CIENCIA EN EL CINE

El niño que domó el viento

Horacio Cano Camacho

La película que recomendaremos hoy está basada en un hecho verídico. Es la historia de William Kamkwamba, una de esas narraciones reales que parecen fábulas modernas sobre el poder de la curiosidad, la ciencia y la imaginación humana frente a la adversidad. Su vida se cuenta en una película que vi recientemente en televisión bajo demanda y que me conmovió profundamente.

William nació en 1987, en Wimbe, una aldea rural de Malawi, uno de los países más pobres del África subsahariana. Su familia se dedicaba a la agricultura de subsistencia. En 2001, cuando tenía apenas 14 años, una terrible sequía azotó la región y provocó una hambruna generalizada. Su familia apenas tenía para comer y él tuvo que abandonar la escuela porque no podían pagar la matrícula (unos 80 kwacha, menos de un dólar al mes).

A pesar de todo, William no se resignó. Comenzó a frecuentar la pequeña biblioteca local, instalada por la ONG Malawi Teacher Training Activity, donde encontró un libro titulado Using Energy (Usando la energía). El libro, escrito en inglés —idioma que apenas dominaba—, explicaba los principios básicos de la energía eólica. A partir de unos diagramas y fotografías, entendió que podía generar electricidad aprovechando el viento. Inspirado, decidió construir su propio molino.

Sin recursos económicos ni materiales, buscó piezas en el basurero local: un ventilador de tractor, amortiguadores de bicicleta, tuberías de PVC, piezas de una vieja radio y madera de eucalipto. Con todo ello, y con un ingenio desbordante, construyó un molino de viento funcional, capaz de encender cuatro focos y una radio en su casa. Más tarde añadió otro molino para bombear agua y regar los cultivos familiares.

Su invento atrajo la curiosidad de los vecinos y pronto también la de los medios locales. Su historia llegó a la prensa nacional y en 2007 fue invitado a una conferencia TED en Tanzania, donde, con gran timidez, pronunció la frase que lo haría famoso: «I tried, and I made it work» («Lo intenté, y funcionó»).

Aquella presentación conmovió al público. Gracias a ella, William recibió apoyo internacional, obteniendo becas para estudiar en la African Leadership Academy en Sudáfrica y después en el Dartmouth College (EE.UU.).

En 2009 publicó su autobiografía, que sirvió de base para el guion de la película El niño que domó el viento, escrita junto con el periodista Bryan Mealer. El libro se convirtió en un éxito mundial, traducido a más de veinte idiomas. En 2019, Netflix estrenó la adaptación cinematográfica, dirigida y protagonizada por Chiwetel Ejiofor, donde se recrea con gran fidelidad emocional la historia de William y su familia.

El niño que domó el viento es una película profundamente emotiva. Más que una narración sobre una invención tecnológica, es una metáfora sobre el poder liberador del conocimiento científico en un contexto de pobreza estructural. Ambientada a comienzos del 2000, la historia transcurre en un paisaje seco, agrietado, donde el hambre amenaza con borrar la esperanza. La cámara de Ejiofor se detiene en los rostros curtidos por la necesidad y en la dignidad del trabajo campesino. El joven Maxwell Simba, en el papel de William, transmite una mezcla de timidez, curiosidad y obstinación que sostiene toda la trama. Frente al escepticismo de su padre —interpretado por el propio Ejiofor—, el muchacho insiste en aprovechar el viento como fuente de vida.

La fotografía, luminosa y austera, convierte el paisaje en un personaje más: un territorio duro, pero vivo, donde el conocimiento y la imaginación son actos de resistencia. La música acompaña con discreción el crescendo emocional hasta el momento en que el molino comienza a girar y el agua brota como símbolo de redención.

Más allá de su belleza visual, la película es una reflexión sobre el derecho a la educación, la desigualdad y el valor de la curiosidad científica. Nos recuerda que la ciencia no pertenece solo a los laboratorios ni a los especialistas: puede nacer en los lugares más humildes, allí donde alguien se atreve a preguntar ¿por qué?

La historia de William nos convoca a mirar la ciencia como la herramienta más poderosa que tenemos los seres humanos para enfrentar las vicisitudes de la vida cotidiana. La pandemia de COVID-19 nos demostró, con crudeza, cuánto dependemos del conocimiento científico y cuán vulnerables somos ante su ausencia. También nos mostró los peligros del negacionismo y de la desinformación: ¿Cuántas vidas se perdieron por rechazar las vacunas, aun cuando ya estaban disponibles?

La película de Ejiofor nos recuerda que el conocimiento es nuestra mejor defensa frente a los desafíos de la naturaleza y de un mundo cada vez más incierto. No se trata solo de la ciencia de frontera, sino de conocimientos accesibles y comprensibles para cualquiera que mantenga viva la curiosidad.

La cultura científica —ese apropiarse socialmente del conocimiento— es, como reconoce la ONU, un derecho humano. Comprender la ciencia nos permite tomar decisiones informadas sobre la salud, el medioambiente, la energía o la democracia misma. Cuando la ciencia se convierte en parte de la cultura —como la literatura o la música—, deja de ser privilegio de unos pocos y se transforma en patrimonio común.

Fomentar la cultura científica es apostar por una ciudadanía más libre, más crítica y más esperanzada. El niño que domó el viento es una historia inspiradora que demuestra que la curiosidad puede mover no solo un molino, sino también el mundo entero. Muy recomendable para todos, pero especialmente para educadores y escuelas de contextos marginados, donde la chispa de la curiosidad puede encender, literalmente, la luz del futuro.

 

Horacio Cano Camacho, Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología y Jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

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