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Tenemos varios años en una guerra sin cuartel contra los microorganismos de nuestro entorno y en particular de nuestro propio cuerpo. Hoy por la mañana escuché un anuncio publicitario de un jabón que nos promete eliminar el 95% de las bacterias de la piel; otro día mirando los anaqueles de una tienda, los encontré llenos de productos “puros” y despojados –o al menos eso anuncian-- de cualquier microorganismo. Comemos ensaladas rociadas con agua bendita, yogur que de tan limpio ya no es yogur. También en la oficina, el aula, el gimnasio o la calle, es frecuente ver a muchas personas portando botellas de agua “purificada”, filtrada, ozonizada, bendecida, con la finalidad de eliminar toda clase de microbios.

Hemos sucumbido a la idea de que todo lo que comamos o que toque nuestra piel debe ser esterilizado. Y es que le tenemos un miedo terrible a unos seres tan pequeños que nos han dicho que allí están y vienen por nosotros. Una actitud similar la hemos tomado con otros aspectos de la comida: ya no endulzamos con azúcar, no consumimos algo que tenga el temido colesterol, el huevo es un veneno, las papas y las tortillas engordan y mucha gente en los restaurantes no pide lo que en verdad desea ante las miradas de reprobación y verdadero acoso de los otros.

Pero los seres humanos convivimos con miles de millones de microorganismos. Esta convivencia se ha logrado a lo largo de miles de años de co-evolución. Estos organismos viven sobre nosotros o dentro de nosotros. Se trata de células microbianas simbióticas que han desarrollado funciones tan indispensables para nosotros que podemos considerarnos no como una especie aislada sino como verdaderos “metaorganismos”. Estos se pueden definir como un conjunto de organismos de diversa categoría taxonómica que conviven y funcionan de manera coordinada, han evolucionado juntos y obtienen beneficios de esa asociación.

Al conjunto de especies y poblaciones de microoganismos que nos habitan se les llama microbiota y es tan abundante que se calcula que su genoma es más de cien veces mayor que el genoma propio que nos define como especie. Los tres mil millones de pares de bases que contiene nuestro genoma (el ADN de cada célula humana) palidecen ante el tamaño del genoma de la microbiota. La mayoría de estas especies –fundamentalmente bacterias y hongos- viven en el tracto digestivo, especialmente en el intestino, en donde se calcula su población en 100 trillones (un trillón es un uno con dieciocho ceros). Además del tracto digestivo, podemos encontrar microbiotas, ligeramente menos abundantes, pero igual de importantes en la nariz y tracto respiratorio, tracto reproductivo, y de manera muy notoria en la piel y glándulas accesorias.

¿Qué hacen esos organismos allí y cómo llegaron? La mayoría de los microorganismos nos colonizaron al momento mismo de nuestro nacimiento y la exposición inmediata al ambiente pos-natal. Aunque algunos de estos microorganismos pueden ser patogénicos, la vasta mayoría de ellos son comensales (se benefician de nosotros pero no generan perjuicios) y simbiontes (obtenemos beneficios mutuos). Mientras que las microbiotas del tracto digestivo permanecen más o menos estables, la microbiota de la piel muestra una variación interpersonal. Cada uno de nosotros parece llevar una “huella” microbiana que nos da identidad: estos seres son responsables, por ejemplo, de nuestro olor (y de aquí a un atractivo para los demás), de la interacción con los perfumes, de la susceptibilidad o tolerancia a enfermedades de la piel, entre otras cosas.

Para nuestra desgracia, las diferentes microbiotas son muy recalcitrantes al estudio. La mayoría de las bacterias y hongos que nos habitan ni siquiera han sido identificados. Los habitantes del intestino a veces no se pueden cultivar en gelatinas nutritivas, son anaeróbicos y habitan los millones de divertículos, invaginaciones y cavidades de las paredes del intestino a dónde no hemos llegado. En la actualidad las técnicas de estudio y caracterización del ADN, llamadas metagenómica, han posibilitado un avance considerable en el campo y están arrojando luz sobre la complejidad de estas poblaciones y sus posibles papeles en la salud/enfermedad de los seres humanos.

Diversos estudios en ratones y rumiantes (vacas) han demostrado que las microbiotas intestinales son muy sensibles a factores externos tales como la alimentación. Variaciones en el contenido y calidad de la fibra en el alimento, por ejemplo, son capaces de alterar el tipo de especies presentes. Los hongos se incrementan con la exposición a materiales vegetales complejos (alta fibra) y las bacterias dominan en una alimentación con granos (baja fibra, alto almidón). De igual manera el tratamiento con ciertos medicamentos, como los antibióticos, modificar la fuente de endulzantes (fructosa por sacarosa –el azúcar de caña; endulzantes artificiales, etc.) o el contenido de ácidos grasos en el alimento, pueden generar cambios dramáticos.

El asunto es que no están allí de manera gratuita y casual. Ahora estamos comenzando a construir una imagen muy diferente en la que juegan papeles preponderantes en nuestra propia vida. Muchas de las bacterias encontradas parecen estar involucradas en el mantenimiento de la homeostasis del cuerpo, regulan parte de nuestras respuestas inmunes, ayudan a mantener a raya los ácidos grasos dañinos, generan señales involucradas en la acumulación de grasa, mantienen a un nivel no peligroso a los agentes patogénicos, regulan el apetito, entre otras funciones.

Hasta ahora comenzamos a entender que la alteración de sus poblaciones está directamente conectada con las pandemias de obesidad y diabetes que el mundo entero está enfrentando. Así como lo leyó, la obesidad y todas sus secuelas están conectadas con variaciones en las microbiotas, artificialmente inducidas por cambios en las dietas y hábitos alimenticios. La razón no está ligada al consumo de churritos en las escuelas primarias, sino a la tendencia cada vez más acentuada a una alimentación “sana” que introdujo alteraciones en los nutrientes y señales que les llegan a las microbiotas.

Hemos sustituido el azúcar de caña con fructosa, xilanas y derivados. Desengrasamos todo lo que consumimos, prescindimos de todo aquello que “huela” a colesterol –un metabolito indispensable-. Un ejemplo: aumentamos sin ningún motivo el consumo de fibra dietética, la cual nos llegaba formando parte de las cáscaras de frutas y fibras de verduras y ahora nos vemos impelidos a comer otras proporcionadas en productos comerciales con el pretexto de que nos harán lucir un cuerpo de ensueño, aumentar nuestra inteligencia y mejorar el brillo de las uñas. Tomamos leches deslactosadas y desengrasadas –y hasta de soya-- porque alguien dijo que son más sanas y ahora resulta que creemos, sin ninguna prueba, que todos somos intolerantes a la lactosa. Por cierto, ciertos ácidos grasos de cadena corta, como el ácido butírico, contenidos en la leche entera y sólo en la de vaca, son indispensables en la respuesta inmune, de manera que prescindir de la leche entera nos priva de ellos, alterando de paso a las microbiotas que los requieren.

Ahora está de moda una supuesta terapia para “limpiar el intestino de impurezas” provocando diarreas y aplicando lavativas de ¡vinagre!. Otras prácticas están basadas en tomar agua pura o magnetizada y otras simplemente en tomar a todas horas agua destilada –ligera-- en botellitas que cuestan lo que todo el tinaco y la cisterna de nuestra casa juntas y que no sirven para nada. He visto adolescentes beber fórmulas diseñadas para la nutrición celular de enfermos de insuficiencias renales y comprarlas en las tiendas sin ningún control. Que se entienda, yo no estoy haciendo un llamado a no bañarse, a no lavarse las manos y mucho menos a atrancarse de churritos y alimentos grasosos. La idea es que debemos entender que nuestras acciones pueden contribuir más a la alteración de nuestra estructura metagenómica y nuestra condición de metaorganismos con consecuencias desastrosas. No podemos vivir en ambientes microbiológicamente puros.

La lucha contra la obesidad y la diabetes no puede sustentarse en una guerra a los churritos, sino en un desarrollo de la investigación científica de nuestra alimentación en relación a nuestras microbiotas, en el conocimiento de las microbiotas del mexicano por regiones, edades, tipos de alimentación, costumbres, etc. ¿Cómo podemos hacerles entender esto a funcionarios, médicos, comerciantes, amas de casa y a nosotros mismos?.

Horacio Cano Camacho Profesor Investigador del Centro Multidisciplinario de Estudios en Biotecnología, Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia, Universidad Michoacana.

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